Los artistas presentan un total de 17 piezas creadas a cuatro manos mediante la combinación elementos pictóricos y escultóricos. En la Sala de Exposiciones “Bryan Hartley Robinson” de El Portón, en Alhaurín de la Torre (Málaga), hasta el 15 de septiembre
Hasta la fecha, Perry Oliver (Pennsylvania, 1941) y Fernando de la Rosa (Archidona, 1964), habían expuesto conjuntamente desde hace unos 25 años en instituciones públicas (Museo del Grabado Contemporáneo Español (Marbella), Facultad de Bellas Artes de Madrid, Sala de la Coracha del MUPAM…) y en galerías privadas (La Barbería y Margarita Albarrán (Sevilla), Neilson Gallery (Grazalema), De Opsteker (Ámsterdam), Galleru Norballe (Dinamarca), pero nunca se habían atrevido con el experimento creativo que ahora nos muestran en “Acoplamiento”.
El título elegido para la Sala de Exposiciones “Bryan Hartley Robinson”, de El Portón, en Alhaurín de la Torre (Málaga), y que se puede ver hasta el 15 de septiembre de 2023, no puede ser más exacto. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, “acoplar” significa lo siguiente: “Agrupar dos o más aparatos, piezas o sistemas, de manera que su funcionamiento combinado produzca el resultado conveniente”.
Se trata de 17 piezas compuestas a cuatro manos y dos cerebros, que combinan elementos pictóricos y escultóricos. Esto es, uno le pidió al otro pintar sus esculturas, y recíprocamente el otro le pidió al uno esculpir sus pinturas. Hace poco más de un siglo (1912), Picasso descubrió el assemblage o ensamblaje, una técnica que revolucionó el arte del siglo XX, tanto la pintura, por ejemplo, en forma de collage, como la escultura, que ya no dependía única y exclusivamente de la técnica de la talla o del modelado. Me atrevería a decir que el resultado de esta aventura son ensamblajes, con la peculiaridad, repito, de estar intervenidos a cuatro manos y con dos cerebros, y conjugar valores expresivos de ambas y, como veremos, otras modalidades artísticas.
¿Qué tienen en común la pintura y la escultura? Ambas son artes de espacio, de acuerdo con la distinción de Lessing, ambas son símbolos, expresiones, lenguajes, juegos y rituales. Compuesto acertadamente en tres partes, tantas como se integran aquí en el proceso de creación, con la síntesis de ambas personalidades, en el poema del Catedrático de Lingüística, poeta y crítico Francisco Ruíz Noguera, y que es una luminosa meditación a modo de antesala del catálogo, leemos:
“Materiales que cruzan las fronteras:
fecundo mestizaje,
diálogo entreverado por las artes.
(…) Maderas que reciben el abrazo
del metal, convertido
en manos que sujetan y acarician”
Es un “acoplamiento”, sí, pero cabría hablar también de simbiosis, puesto que la escultura de Oliver dota a la pintura de Fernando de la Rosa de valores de los que carecía, de igual modo que la pintura del segundo proporciona una luz y unos colores a la escultura del primero que tampoco poseen. Sin embargo, a pesar de ser lenguajes distintos, vibran las piezas en consonancia, lo que no es fácil, ya que si es arduo decidir cuándo se da por concluida una obra, todavía lo es más a cuatro manos, con dos cerebros.
¿Qué valores en común percibo en estos ensamblajes entre la pintura y la escultura? En primer lugar, el juego. Se aprecia con claridad cómo juegan y gozan como niños mientras crean. Y aquí no puedo sino rememorar unas líneas de las Cartas sobre la educación estética, de Schiller: “El hombre no debe hacer con la belleza sino jugar, y debe jugar solo con la belleza. Porque –para decirlo de una vez– el hombre solamente juega cuando, en el sentido completo de la palabra, es hombre y solamente es hombre completo cuando juega”.
Esta dimensión lúdica se percibe desde la primera pieza, Alerta en el jardín rojo, o en la tercera, Rojo añora rojo, hasta el nombre de la comisaria, Adela Perada, invención literaria con guiño a Duchamp. Vinculado a lo anterior, es palpable el sentido de la ironía y el humor, algo bastante insólito en la escultura y una pintura bastante abstractas y, por tanto, que no se caracterizan precisamente por la figuración; sentido de la ironía y del humor presentes en no pocos de los títulos escogidos, tan líricos y evocadores como sugerentes.
Asimismo destaco una sensibilidad común en la búsqueda del hallazgo poético, palpable en piezas como Poética de los cultivos I, II y III, donde a diferencia de otras piezas las líneas llegan a figurar fenómenos que reconocemos a la manera propia de la mímesis, o Al lado y cruzados, donde se crea una tensión esencial e irresoluble entre las formas y el color.
Junto a ello hay un gusto por la geometría, manifiesta en los juegos de líneas y tonos, como en Vínculo sostenido, Perspectiva del sueño, Secuencia abierta, Mecánica de los campos, Amarillo tenaz, El fuego y la ceniza, La tierra y la sombra o Una luz seminaria. Como señaló Apollinaire, “la geometría es a las artes plásticas lo que la gramática al arte del escritor”. El gusto es por definición subjetivo, pero si aspira a la intersubjetividad, tal como es propio de la belleza y la verdad, es en buena medida gracias a la geometría, que es una manera de matematizar el espacio, de racionalizarlo.
Por último, pero no menos importante, resalto un primitivismo en la materia elemental de la que se sirven, en lo matérico, en lo telúrico, rasgos todo ellos que le confieren autenticidad. Sin ir más lejos, estoy pensado en dos breves series, Árbol con apoyo y Un árbol y su mundo, y Ensamblaje –aproximación– y Ensamblaje –una posibilidad–, que me recuerdan bastante al mundo de Miró. Tengo para mí que la fascinación de Gauguin, Matisse o Picasso por el primitivismo no es tanto una cuestión estética como espiritual.
Cuando este último declara que “la pintura –vale decir el arte– es una forma de magia diseñada como mediadora entre nosotros y este mundo extraño y hostil, como un modo de tomar las riendas dando forma a nuestros terrores y a nuestros deseos”, está entendiendo el proceso de creación como un ejercicio espiritual, que no debe relacionarse con una institucionalización religiosa, sino antes bien con un modo de conciliarnos si quiera por unos momentos –economía de deseos, comprensión, voluntad– con la casi siempre adversa realidad y prepararnos ante lo incierto del destino. Por ello es un juego, pero un juego muy serio, en el que se apuestan la vida o, lo que equivale a lo mismo, el tiempo, la paradójica materia con la que se teje la existencia.
Concluiré estas líneas cediéndole la palabra a uno de los artistas, Fernando de la Rosa, que me respondió así a la pregunta de qué intención o fin albergaba al crear junto con su amigo Perry Oliver estos ensamblajes: “Se constituye pues el cuerpo de un objeto dual, casi orgánico y a la vez mecánico, que recuerda en su ser a las estructuras de los modernistas (un espíritu ‘Decó’ resulta de todo ello) y pone en diálogo poético, como se hace en los trovos improvisados, dos lenguajes que se buscan para ser uno solo”.
Hay una síntesis que tal vez desemboca en la música, fin de las artes según Santayana, musicalidad que escuchamos entre estos colores, líneas y formas, como agudamente ha observado Francisco Ruíz Noguera: “¿No es una sinfonía / como en papel pautado –pentagrama– / la que se nos presenta / mientras triunfan –diversos– los matices / de puntos –o de notas– / que son ojos –miradas vigilantes, pigmentos encendidos–, que balizan el bosque de la vida?”
Ahora bien, para conjugar esta suma de modalidades artísticas –pintura, escultura, poesía-títulos, teatro, música…– entre las que habitamos poéticamente es preciso, quizá rememorando a Goethe:
“Moldear –dar la forma, / clave de todo arte–; (…) que a su vez reposa sobre el valor sustantivo de la imaginación piedra angular de todo: armazón y columna: fundamento”.
Sebastián GÁMEZ MILLÁN
Datos útiles
Acoplamiento de Perry Oliver y Fernando de la Rosa
Sala de Exposiciones “Bryan Hartley Robinson”, de El Portón, en Alhaurín de la Torre (Málaga)
Hasta el 15 de septiembre