Para este veterano creador, el arte y la vida son indisociables, están encarnados en su propio yo, en sus formas de pensar, sentir y actuar. Su arte es autobiográfico, sincero, sin artificios, así como difícil de clasificar. A continuación se ofrece una reflexión sobre las preguntas y respuestas que suscita contemplar y observar su obra
Cristóbal Toral es un pintor y será un pintor. Y lo sé de muy buena tinta, porque fueron las palabras con las que respondió a mi pregunta “¿cómo le gustaría ser recordado?”, el pasado martes 28 de junio en la inauguración de su exposición Cristóbal Toral: Una aventura creadora, Salas expositivas CAC Málaga-La Coracha. Es un pintor de la physis, de la naturaleza (aunque esté oculta bajo un océano de maletas) y de la polis, de la sociedad humana, con todo lo que esto comporta e importa a los filósofos que pensamos en Andalucía.
En su autorretrato emotivo y conceptual La vida en una maleta escribe: “En aquella soledad silenciosa, rodeado de cuadros, empecé a sentir que todo era muy extraño, que la vida era tan extraña como misteriosa. Incluso el hecho de ser pintor me resultaba muy raro comparado con mi vida simple y bucólica del campo. Todavía hoy (2003), después de los años que han pasado, cuando lo pienso, me sigue pareciendo rarísimo esto de ser pintor, dedicarme a pintar durante toda mi vida”. Por consiguiente, para Toral, el arte y la vida son indisociables, están encarnados en su propio yo, en sus formas de pensar, sentir y actuar. En definitiva, su arte es autobiográfico, sincero, sin artificios, así como difícil de clasificar.
Voy a hablar sobre preguntas y respuestas en la obra de Cristóbal Toral, en sintonía con las propuestas de la filósofa de Vélez María Zambrano, e intentando mantener un diálogo fértil con el poeta-filósofo malagueño Ibn Gabirol y otros ilustres representantes del pensamiento occidental sobre la soledad, la muerte, el espacio interior asociado a lo femenino, el espacio cósmico exterior y algunos de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo como la emigración y el terrorismo, temas que ha seleccionado con buen tino y unas altas dosis de respeto y cariño, el Comisario de esta exposición, mi amigo Sebastián Gámez Millán, al que agradezco el acierto de haberme convocado para este acto, sabedor de los prodigios de mi inteligencia y de otras virtudes aristotélicas, y el atractivo viril de los calvos. Pronto desvelaré el resto de mis cartas y si no les convence mi juego, les devolveremos el dinero.
Comparto con el profesor Gámez la idea de la existencia de una condición humana que va más allá de la singularidad y el carácter especular del arte a la hora de devolvernos una imagen fidedigna de nuestra identidad personal y colectiva. Por tanto, podemos llegar a conocernos a nosotros mismos a través del arte –como creadores y espectadores-, puesto que el arte permite comprendernos, interpretarnos y comunicarnos. No obstante, para entender una obra de arte, para acceder a ella como totalidad vital intensiva, no basta con limitarse a recibir pasivamente los estímulos del medio con los brazos cruzados y los sentidos muy abiertos.
Desde Kant sabemos que el sujeto que conoce, es decir, que percibe, recuerda, imagina y piensa, participa activamente en el acto de conocer. Por este motivo, entre otras cosas, es necesario disponer de información sobre las condiciones de producción de una obra artística, las relaciones entre sus signos, sus referentes clásicos, sus convenciones y estilos para llegar a comprenderla y no confundirla con un urinario, con una pipa o los ruidos de las obras que visitamos los jubilados.
Humanos de carne y hueso
El catálogo de esta exposición cumple esta función a la perfección al mostrar generosamente las imágenes de las obras y acompañar al visitante con tres buenas linternas. Con ellas podemos encontrar “seres humanos” de carne y hueso, como los que buscaba Unamuno, o mimetizados en su equipaje, o bien humanos suspendidos en el cosmos que se reflejan en el color de las frutas. Humanos capaces de subsumir la universalidad en su singularidad teatralizada, como gustaría a Hegel o incluso al mismísimo Diógenes. La orquestación de la visita –esa visita que podrán hacer en compañía del Comisario de la exposición tras este acto- podría correr a cargo de la amplia paleta sonora de Ravel.
Sebastián Gámez Millán, nos ilumina, en primer lugar, con una reflexión centrada en Cristóbal Toral como “un clásico contemporáneo”, debido a su versatilidad en los procedimientos creativos y su universalidad temática y formal. Toral entronca su quehacer con Velázquez, Rembandt, Goya, Picasso, Magritte o Hopper, entre otros protagonistas del pasado, y se abre asimismo a los grandes temas del presente y a las técnicas creativas de las vanguardias. En la búsqueda de un mundo pictórico propio, Toral eligió en los años sesenta la figuración, siguiendo el rastro de la Escuelas de Madrid y de Vallecas, y manteniéndose a distancia tanto de la pintura académica, el realismo tradicional y el hiperrealismo, como del informalismo y los ecos de la abstracción.
Desde su primera exposición individual, en la primavera de 1966, Toral se convierte en un “poeta de la pintura” y un devoto de las técnicas de la “imaginación” en clave surrealista, siendo capaz de fundir en sus obras la realidad y los cristales rotos de la memoria, con la fantasía y un uso elegante de la ironía y los recursos paródicos. De ello volveré a hablar más adelante.
José Félix Martos Causapé enciende la linterna del historiador del arte para explorar los “mundos infinitos” del artista, apoyando sus tesis con el comentario de obras concretas. A través del retrato dinámico que hace Toral del nomadismo de la especie y de la identidad que se esconde en nuestros equipajes se revela el “humanismo vitalista” del pintor. Un humanismo “forjado desde la infancia en permanente contacto con la naturaleza, de la que era observador agudo y privilegiado en medio de una tremenda soledad que le hizo aún más fuerte”. Y un observador al que, como a Kant, fascina tanto el cielo estrellado como la fuerza de la ley moral.
La maleta, dice José Félix Martos, expresa “la presencia de la ausencia”, símbolo de un viaje sin retorno, “del tránsito hacia lo desconocido”. En el interior de las maletas duermen los sueños, las ilusiones y las esperanzas de los emigrantes y las victimas, en general, personificándose en los objetos que conservan, como un tesoro, para mitigar la soledad y el desarraigo. Y en las cintas transportadoras de los aeropuertos podemos encontrar junto a las maletas y otros objetos facturados hasta el cuerpo en posición fetal de una mujer desnuda atada, numerada y etiquetada. Esto es lo que sucede en el cuadro La aduana (1972), que no ha podido viajar a Málaga en esa ocasión y que fue la imagen del cartel de la VIII Olimpiada Filosófica de Andalucía, gracias a la generosidad del pintor, y organizada por la Asociación Andaluza de Filosofía, que me honro en presidir. Es una potente metáfora visual de muchos seres humanos “degradados a la condición de simple mercancía”.
La cosificación se revela en la atmósfera opresiva, amarga y desolada de cuadros emblemáticos como El emigrante muerto (1975), en la que Toral retrató el viaje a ninguna parte de los emigrantes españoles de los años 50 y 60, en pleno franquismo y, por extensión, de “los emigrantes”. Pues la escena particular apunta a lo universal. Lo mismo sucede en las pinturas de los andenes de vetustas estaciones de ferrocarril, vagones y salas de espera (como sucede en El tren, 1975) en las que no hay lugar para el deseo ni para la esperanza. Más sencillo es captar la universalidad en los bodegones que evocan el gusto naturalista del Barroco español del XVII, donde las frutas, -las manzanas en la mayoría de los casos- flotan ingrávidas en un cosmos negro e infinito. Este es el caso de obras como Tríptico de manzanas en el espacio (2018), uno de mis cuadros preferidos de esta muestra.
Para José Félix Martos el pesimismo existencial de Toral y la cosificación de la condición humana encuentran también un escenario idóneo en los cuadros de restaurantes y habitaciones de hotel, presididas casi siempre por la enigmática y melancólica presencia de un personaje femenino “que nos habla del olvido, la soledad, el desamor, el abandono, el desamparo y la incomunicación”. La asociación con las obras intimistas de Hopper o Vermeer es inevitable.
Por otra parte, no hay que olvidar que Toral es un pintor que apostó por la “figuración poética o imaginativa” desde comienzos de 1970. Recordemos que son aquellos malos tiempos para la figuración. Como botón de muestra, los cuadros que ofrecen una lectura e interpretación de obras maestras, como Las Meninas de Velázquez, o La Familia de Carlos IV de Goya con los agudos pinceles de la ironía (volveré a este tema más adelante). También responden a la imaginación poética, con una marcada intencionalidad ideológica y política, La Gran avenida (1994) cuadro sobre la guerra de los Balcanes y sobre cualquier guerra, La abdicación (2014) en el que asoma dentro de un contenedor de basura un retrato enmarcado y semihundido del rey Juan Carlos I, así como los tres cuadros de la serie La ejecución (2018) y el impactante Secuestro del Papa Benedicto XVI (2016-2017) que podrán encontrar en el tercer nivel de la exposición. No obstante, como artista “moderno”, Toral trasciende la figuración pictórica a través de sus ensamblajes construidos con maletas, sus envoltorios-esculturas y sus instalaciones, como la titulada Tierra prometida (Valla de Melilla), 2014, mostrando su compromiso social por medio de metáforas dramáticas.
La ausencia materna
El crítico y filósofo José María Herrera Pérez perfila las señas de identidad del arte de Toral en clave psicoanalítica heterodoxa, en muchos casos, a través de los hitos que han marcado el devenir de su vida y su intencionalidad artística, tal y como se revelan en el autorretrato literario del pintor, La vida en una maleta. En la obra de Toral se reflejan el cariño del padre y la ausencia materna. La madre, descubierta por el niño en amores furtivos y separada de su hijo por la llama del deseo y el anhelo de una vida más desahogada, bien puede ser esa mujer que aparece en cuadros como La llegada (1974) o El tren (1975). Es una mujer sola, reconcentrada en su dolor o acosada por la incertidumbre, que probablemente se siente culpable por haber abandonado a su familia. Curiosamente, el fundador del Psicoanálisis asociaba el viaje en tren y la máquina del mismo como símbolos del “deseo sexual”.
Por otra parte, aunque el símbolo de las maletas, del equipaje, es altamente polisémico, dado que evoca experiencias como las que derivan de “la transitoriedad de la vida, la condición de viaje y aventura de la efímera existencia humana, la emigración, la soledad, el abandono”, tal vez puedan reflejar una situación especialmente traumática vivida por el pintor cuando era niño: el día en que abandonó, con su padre, el pueblo y la casa familiar, con una humilde maleta de madera, e inició su peregrinaje vital. Crucial es también la infancia en medio de la soledad y la inmensidad del campo, de la physis que reverenciaban los antiguos griegos, porque, según José María Herrera, la emoción espontanea que suscitan la naturaleza y los fenómenos naturales en el niño impulsa la disciplina en la observación de lo real que caracterizará al pintor a lo largo de toda su vida. Yo me atrevo a afirmar que, además, fomentó su aristotelismo, como si Toral hubiera descubierto, en comunión con las plantas, los animales, el viento o las nubes que su sustancia primera estaba dotada de alma vegetativa, sensitiva y racional, indisolublemente unida a su materia.
Mas la vida en el arte de Cristóbal Toral, su capacidad para “hacer mundos”, gestada técnicamente en la Escuela de artes y oficios de Antequera y las Academias de Bellas Artes de Sevilla y de Madrid y la realidad a la que se decide someter en una trayectoria ascendente, como la de una nave espacial, le acerca al platonismo. Esta “aventura espacial” encuentra cobijo en el lirismo ingrávido de Marc Chagall. El lienzo es espacio y todo lo que existe flota en el espacio, como las frutas –especialmente las manzanas-, con la negra infinitud del cosmos como telón de fondo. Las naturalezas muertas cobran vida y la vida muestra su consustancial ingravidez.
Esta dialéctica entre aristotelismo y platonismo se puede apreciar también en la Fons vitae del poeta-filósofo malagueño del siglo IX, Ibn Gabirol, y remite, tal vez, al gusto de ambos por la respuesta mística –aunque en Toral, se oculte en el interior de sus maletas. “Investiga y ama” es el acertado lema del autor de La fuente de la vida. Creo que también sería del agrado del pintor. En cualquier caso, nos encontramos, por un lado, con la investigación teórica –filosófica y científica-; por el otro, con lo que no se deja atrapar por la racionalidad tecnocientífica, pero resulta ser lo más importante (“lo místico”, diría Wittgenstein) y aparece en escena en el contexto de la racionalidad práctica y el horizonte de “lo que nos cabe esperar”, en términos kantianos.
Toral se desmarcó de la tentación abstracta al regresar a España, tras su estancia en Nueva York a finales de los 60, y abrazó con fervor la figuración en sus trenes, desnudos y manzanas, así como la austeridad cromática. Tal vez por ello no gozó de las mieles del prestigio vanguardista. En cualquier caso, hay que recordar que Toral no es un transgresor, pues su relación con la tradición es la de un “juego respetuoso”, y sus recursos predilectos, la ironía y el compromiso social. Permítanme hacer un paréntesis en mi argumentación, antes de ofrecer unas notas sobre el realismo mágico, la soledad y la ironía.
La noche anterior a la inauguración de la exposición tuve un sueño. Mi rostro era el del chacal Anubis, vestido con una elegante túnica de color marfil. Sujetaba con mi mano derecha la cruz egipcia o Anj (cruz ansata, en latín), una cruz con forma de lazo en su parte superior, una auténtica llave de la vida que, según los expertos, alude a la búsqueda de la inmortalidad. Hay quien dice que esta cruz conjuga lo masculino y lo femenino. El asa de la cruz evoca el útero o el pubis femenino asociado a la diosa Isis; la parte inferior, remite a lo masculino, encarnado en Osiris. Disfruté con la riqueza de la iconografía de mi sueño, alejada de aquellos en los que doy una clase de filosofía o una conferencia, me examino o asisto a una singular cópula entre coleópteros. Y al día siguiente, me encontré frente a la túnica angelical de Benedicto XVI, coronada por un rostro torvo y mezquino, en el magnífico lienzo de Cristóbal Toral que reina en la última planta de la exposición.
Ya conocía el cuadro a través de una imagen que encontré en la red, pero me acerqué con sigilo a la obra para apreciar la calidad indiscutible de las pinceladas, minuciosas y cortas. Fijé entonces la atención en el gesto con el que el Papa emérito sujeta el rosario, símbolo que da seguridad y enraizamiento a su portador, al igual que lo hace la cruz colgada en su cuello. Y tuve la suerte de poder preguntar al pintor sobre su intención al pintar esta zona del lienzo y por qué Benedicto XVI sujetaba de este modo el rosario. Toral me remitió al posado del modelo y a cuestiones técnicas, algo que nada tenía que ver con mi sueño y mis sesudas asociaciones egipcias. ¡Qué desilusión! Recibí un baño de realidad.
Los críticos, filósofos, historiadores y demás intérpretes de las obras artísticas solemos tener la tentación de especular sobre el significado de los objetos y nos gusta apoderarnos de las señas de identidad de las obras y sus autores para confirmar nuestras propias hipótesis. Tal vez por eso y buscando consuelo, no me pude resistir a relatar los pormenores de mi sueño al pintor. Me obsequió, como regalo, una mirada incisiva similar a la que aparece en la foto de Cristóbal niño de la tercera planta, expectante y erguido como un árbol bien asentado. Hablamos de soslayo sobre el poder de los sueños y los símbolos, y mi deformación profesional me hizo pronunciar el nombre de Jung y pensar en su tesis especulativa de la existencia de un inconsciente colectivo.
En lo que sigue les ofrezco unas notas sobre la llave de la vida, lo masculino y lo femenino, Eros y Thanatos, el valor de la figuración mágica y poética y la ironía como recurso estilístico e instrumento de transformación política. Aunque no seamos conscientes de ello, los humanos tenemos una propensión natural a “hacer mundos”. Según Kant, se trata de ofrecer una interpretación sobre el yo, el mundo extramental y Dios. Y Cristóbal Toral ofrece respuestas elaboradas por medio de imágenes, esculturas, ensamblajes e instalaciones a las preguntas metafísicas con la solitaria música de las esferas del Renacimiento o con el estribillo de la vieja canción de Siniestro Total: “¿Quiénes somos?,/ ¿De dónde venimos?,/ ¿A dónde vamos? / ¿Estamos solos en la galaxia / o acompañados?» Porque la obra de Toral, teñida con los colores del tenebrismo español, los bodegones barrocos suspendidos en el espacio interestelar, el pesimismo existencial del Eclesiastés y lo femenino y la naturaleza encerrados en una maleta, también tiene música.
Como heredera de Velázquez, vibra con el Officium Defunctorum de Tomás Luis de Victoria. Entona los Cuatro Cantos serios y la Rapsodia para contralto de Brahms y los Tres poemas de Henri Michaux de Lutoslawski en los cuadros sobre la soledad, la intimidad y la guerra. Vislumbra los colores y texturas de la tragedia y la muerte en La isla de los muertos de Rachmaninov, la Sinfonía de Réquiem del coreano Jeajoon Ryu o la banda sonora de El padrino. Y se mece en el cosmos a través de la contemplación mística de Los Planetas de Gustav Holst, especialmente en las composiciones tituladas “Urano” y “Neptuno”.
En 1920, Sigmund Freud comenzó a hablar de la existencia de “dos fuerzas abstractas de la naturaleza” o inclinaciones generales de los organismos biológicos: “Eros” o impulso básico de vida y “Thanatos” o impulso básico de muerte. En términos generales, el “Eros” está constituido por los impulsos productivos y dadores de vida. A esta categoría pertenecen los impulsos sexuales y los relativos a la autoconservación. Los impulsos del “Thanatos” son destructivos y su fin es reducir las cosas vivientes a un estado inorgánico mediante la agresión. Para Freud, el “Thanatos” es la fuerza dominante de los organismos, ya que señala el último destino de toda materia biológica, excepto en el caso de las células germinales: el retorno al estado inanimado.
Aunque la existencia de semejante impulso no es susceptible de contrastación empírica, alumbra una metáfora explicativa cargada de significado. La base de este impulso, por ejemplo, es la “compulsión de repetición”, la tendencia de ciertos individuos a repetir los comportamientos del pasado, aunque sus efectos hayan sido destructivos o simplemente desagradables. Cristobal Toral es, en gran medida, un artista del “Thanatos” freudiano porque sus maletas, como la guerra, el terrorismo global o la instrumentalización de lo humano nos pueden rodear y asfixiar en este viaje a ninguna parte que es la vida. Sabemos que nuestro poder autodestructivo como especie y nuestra estupidez en acto y potencia son capaces de desalojar a lo humano del planeta. Sólo quedarán en el nuestro equipaje, nuestros símbolos, las huellas de nuestro errático peregrinaje, como sucede en el cuadro monumental y sombrío sobre la guerra de los Balcanes o en el Paisaje 2 (2016) que aparece en la portada del Catálogo de la exposición con colores que invocan una esperanza e inocencia imposibles, como las que reclama el color blanco de los ataúdes de los niños. Y me pregunto: ¿por qué ha empaquetado y escondido Toral la fuerza generadora de la naturaleza y, en particular, de las mujeres y las diosas como Isis? ¿no podrán salir nunca de su encierro?
En momentos de crisis, de renuncia ostentosa del proyecto moderno de la Ilustración, la “resistencia” a través de la ironía en una actitud y una forma de vida transformadora. El modelo económico capitalista se regenera como el rabo de las lagartijas y no parece encontrar rival. El mercado proclama las excelencias de su imperio globalizado a través de la sociedad de consumo, y la universalización de las posibilidades de agrado campa a sus anchas haciendo uso de la capacidad del sistema para la producción masiva de mercancías. Como afirma Valeriano Bozal, “la contemplación cede paso al consumo y lo pintoresco se realiza en el kitsch”. Aquí, la mirada triunfante no es otra que la de la contemplación masiva amparándose en la difusión a gran escala, el precio asequible y la proliferación del mal gusto a través de un estilo sobrecargado y chillón.
El espíritu del kitsch se ha apoderado de la vida cotidiana, convertida ésta en una trepidante sucesión de acontecimientos. La información debe ser simple y estar comprimida para facilitar la recepción y el consumo. En este contexto, la ironía, como la que usa con destreza Cristóbal Toral, nos aleja tanto de las babas del kitsch como de las ganas de invadir Polonia, Hungría, Irak, Yemen o Ucrania. Esta última pulsión es la que exhiben sin recato las masas enardecidas de los súbditos vocacionales, deslumbrados por el totalitarismo y la explosión de luz y tinieblas de “lo sublime”, lo inefable, cuyos momentos constitutivos son la distancia y el éxtasis.
Como maestro de la ironía, Toral ha asumido la capacidad de dudar momentáneamente y, acto seguido, aceptar el carácter constitutivo de la duda para lo humano. Ello le permite asumir la modernidad en toda su complejidad y ofrecer una metafísica en la que el mundo es todo lo que acaece y no es un mero conjunto de objetos, como decía Wittgenstein en su Tractatus. Ni siquiera es la totalidad de las maletas. La ironía es, por tanto, una poderosa herramienta estética y política. Su objetivo es claro: “ponernos a distancia”. Recuperamos la distancia perdida como consecuencia de las veleidades del mercado, los delirios de la estupidez y la cosmovisión posmoderna. Se trata de huir de lo próximo para evitar las secuelas del consumo feroz y resistir. Resistir, guardando a buen recaudo la herencia de la Ilustración, en el fondo de nuestro equipaje.
Entonces, la lucidez, el rasgo central de la ironía que ha tejido los mimbres de la cesta de la excursión de la familia de Carlos IV o fabricado las gafas de sol del generalísimo Godoy, se abre paso e impone su ley al hedonismo más chato, gris y hortera. Pero la vivencia privada de la lucidez no está reñida con el placer. Muy al contrario, satisface nuestro deseo de forma intensa e inmediata, nos proporciona conocimiento y nos anima a hacer una valoración explícita o implícita de los productos culturales que aspira a ser universalizable a través del juicio del gusto. Es, por tanto, una experiencia estética, una de las vías de escape que Schopenhauer planea para nuestra salvación. No lo olviden: Toral nos anima a resistir.
Rafael Guardiola Iranzo
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