A través de los paisajes de su vida, esta pintora realista, fallecida hace unos meses a los 87 años de edad, se convirtió en una de las artistas más destacadas de la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días en el ámbito hispánico
“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Interpreto esta breve parábola de Borges como el destino de cualquier artista. Todo arte es, en variables formas, autobiográfico. Y a su vez por medio del arte lo autobiográfico puede elevarse a universal.
En Carmen Laffón (Sevilla, 1934-Sanlúcar de Barrameda, 2021) lo autobiográfico se manifiesta como una prolongación de la delicadeza y discreción de su personalidad a través de los paisajes de su vida: vistas de su ciudad nativa –a juicio de Juan Manuel Bonet, “pintó como nadie la Sevilla intemporal”–, Sanlúcar de Barrameda, y el Coto de Doñana, temas recurrentes de su pintura y de su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Visión del paisaje: “El Guadalquivir es el río de Sevilla, mi ciudad de nacimiento, que me lleva a Sanlúcar de Barrameda, mi otra ciudad, donde comencé a pintar y a soñar”.
Su primera exposición, en 1958, fue en el Ateneo de Madrid. Años después, por medio de Juana Mordó, figura crucial en su trayectoria, conoce a Fernando Zóbel, Antonio Saura, Manuel Millares, Eusebio Sempere, Lucio Muñoz y Pablo Palazuelo, entre otros. Mientras casi todos se abren paso en este difícil mundo por los diversos caminos de las vanguardias, Carmen Laffón, como Antonio López o Cristóbal Toral, no renunció al arte figurativo, esencial para reconocer el mundo que nos rodea.
Eso sí, un singular realismo traspasado de abstracción –¿hay arte figurativo sin ciertos grados de abstracción?–, que recoge la pátina del tiempo detenido y con unos trazados geométricos que remiten a la inextinguible belleza pitagórica.
La Institución Libre de Enseñanza, a la que pertenecieron los profesores elegidos por sus padres, que se conocieron en la mítica Residencia de Estudiantes, fue decisiva en su formación, carácter y gusto. Pienso en esa elegante austeridad y sobriedad de sus composiciones, que a veces recuerda a Morandi. A partir de los 90 exploró la escultura, en la que también adquirió una maestría extraordinaria con que difuminan las fronteras con la instalación. Arte de silencio, recogimiento, intimidad y contemplación.
Con Carmen Laffón desaparece quizá la artista más destacada de la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días en el ámbito hispánico. Entre sus numerosos reconocimientos se encuentran el Premio Nacional de las Artes Plásticas (1982), Medalla de Oro al mérito de la Bellas Artes (1999) o la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X El Sabio (2017).
Como certeramente escribió Ignacio Camacho, “maestra de la luz y la perspectiva, del don velazqueño de fijar el arte y el tiempo en la eternidad del paisaje”. Este es un poder del que carece la naturaleza, detener el tiempo. Paisajes que son el paisaje habitado de su vida, pero que puede ser el de cualquiera de nosotros.
Sebastián GÁMEZ MILLÁN