Antoine-Jean Gros plasma en su lienzo más famoso la exaltación de la virtud heroica de Napoleón a la vez que insiste en el sufrimiento de los enfermos. La calidez de la luz y los colores –una evocación de los venecianos– de esta obra anuncian ya la pintura romántica. Un cuadro que por muy importantes que sean los aspectos formales, aún lo son más sus significados políticos e históricos
Luis REYES BLANC
Antoine-Jean Gros (París, 1771-Meudon, 1835) es un pintor neoclásico que siente las palpitaciones del romanticismo. Esa tensión entre dos formas tan distintas de interpretar el arte, que finalmente le empujará al suicidio, se evidencia en su pintura más famosa, Bonaparte visita a los apestados de Jafa. Jacques-Lois David, la indiscutible estrella del mundo del arte en los años de la Revolución Francesa, en cuyo taller se había formado Gros a partir de los catorce años, le insta a pintar una gran obra mitológica según los cánones neoclásicos, y de alguna forma lo intenta aquí. El asunto es la exaltación de la virtud heroica, hay numerosos desnudos como en el arte clásico, y el entorno decorativo, el fondo de arcadas, es el mismo de El juramento de los Horacios de David, considerada obra maestra del neoclasicismo.
Pero a la vez, la escena conmueve y exalta al espectador, insiste en el sufrimiento de los enfermos, en el coraje de Bonaparte, en el pavor de su acompañante que se tapa la boca con un pañuelo, presenta en suma un patetismo que, junto a la calidez de la luz y los colores –una evocación de los venecianos– anuncian ya la pintura romántica. Pero por muy importantes que sean los aspectos formales de Bonaparte visita a los apestados de Jafa, aún lo son más sus significados políticos e históricos, lo que podríamos llamar intrahistoria de esta pintura.
Todo empieza con un encuentro afortunado en Italia. Gros ha tenido que huir de Francia en 1793, cuando la Revolución cae en su aberración, el Terror. Se instala en Italia y comienza a ganarse la vida con los pinceles. Por otra parte, en 1796, el Directorio toma la arriesgada decisión de nombrar comandante en jefe del ejército francés en Italia a un jovencísimo general sin experiencia de mando, aunque haya demostrado ser un gran artillero: Napoleón Bonaparte. El 17 de noviembre de ese año Gros asiste a una batalla y es testigo del heroísmo personal de Bonaparte en el Puente de Arcola, cuando enarbolando la bandera, melena al viento, el general se lanza a atravesarlo sin importarle el fuego enemigo, arrastrando tras de sí a sus hombres. Es la seducción del artista por el héroe. Gros tiene en ese momento 25 años, y el general de rutilante estrella solo dos más, 27.
Bonaparte, que ya calcula los pasos que le llevarán al poder, comprende la importancia de contar con un pintor de campaña que refleje brillantemente sus glorias, y le da a Gros un puesto administrativo que le permite seguir al ejército con gastos pagados. La apuesta del calculador corso es acertada, pues Gros se convertirá en el pionero de la pintura histórica napoleoniana, y sus apestados de Jafa en la primera obra maestra del género.
Esta pintura, presentada en el Salón de 1804, evoca en primer lugar la campaña de Egipto de Bonaparte, que sería su último peldaño para llegar al poder político. Ha sido una aventura insólita que, desde el punto de vista militar, termina mal, pero que es más recordada por la extraordinaria misión cultural que realiza. Demostrando los grandes cambios que trae la Revolución, el espíritu racional y moderno del nuevo poder, un ejército de sabios acompaña al ejército de soldados y realiza un exhaustivo estudio del Egipto faraónico, que gracias a ello –todo se recoge en la fabulosa edición de Conocimiento de Egipto– es descubierto por Europa.
Pero no es este aspecto el que interesa a Gros, ni siquiera la centelleante victoria de Bonaparte en la batalla de las Pirámides, sino el acto de solidaridad que demuestra el comandante en jefe visitando a los soldados enfermos, víctimas de una epidemia de peste bubónica que ha estallado al extender las operaciones a Palestina. La elección de asunto no es gratuita, la propaganda inglesa anda diciendo que Bonaparte dio orden de fusilar a los enfermos para impedir el contagio, pues cada día resultaban infectados diez soldados.
Por el contrario, Gros muestra a un Bonaparte compasivo y sereno, que quitándose el guante toca con la mano sin protección la pústula de un enfermo desnudo, como queriendo asumir el dolor del infeliz. La referencia a las virtudes de Cristo es clarísima, en el mismo escenario de Tierra Santa se evoca la escena de Jesús curando a los leprosos. Para acentuar el ambiente evangélico, un soldado ciego pretende acercarse a Bonaparte.
Gros usa una prodigiosa luz para dotarle incluso de aura, como hace Rembrandt en su Cristo curando a los enfermos, el famoso “grabado de los 100 florines” que sin duda conoce Gros, pues el paralelismo de las imágenes es notable. Y por supuesto coloca a su héroe en el centro de la escena, pues, como dice La Vie Parisienne, Bonaparte “se siente con pleno derecho en el Teatro de la Historia, ocupa el centro de la composición y nada podría desalojarle de allí”.
La referencia a Jesucristo nos resulta evidente hoy día, pero para los franceses de la época hay otra evocación de personajes sagrados: los reyes de Francia. Es secular creencia, aceptada hasta entonces por el pueblo francés, que el soberano tenía poderes taumatúrgicos, que su mera imposición de manos curaba las escrófulas. En definitiva, este cuadro es la consagración monárquica de Bonaparte que, poco antes de abrirse el Salón de 1804 en el que se expone al público Bonaparte visita a los apestados de Jafa, se ha designado a sí mismo emperador.
La sacralización pictórica oficiada por Gros anuncia por tanto el Sacre de Napoleón, como se denomina la ceremonia de proclamación de un soberano de Francia, la coronación que tendrá lugar el 2 de diciembre en la catedral de Nôtre Dame.