Hijo y padre de artistas, pintor de cámara de Isabel II, director del Museo del Prado y de la Real Academia de San Fernando, Federico de Madrazo y Kunz se convirtió en uno de los maestros del retrato de la España del siglo XIX
Cuando Federico de Madrazo y Kunz llegó al mundo en febrero de 1815, su padre José era pintor de cámara de Carlos IV en Roma, ciudad en la que el monarca se encontraba exiliado desde el final de la Guerra de la Independencia. Pero su primera experiencia en la Ciudad Eterna, donde fue apadrinado por el príncipe Federico de Sajonia y bautizado en la basílica de San Pedro del Vaticano, acabó a sus cuatro años de edad, momento en que la familia Madrazo regresó a la España de Fernando VII.
Desde muy joven, Federico recibió en Madrid una educación envidiable en latín, matemáticas o francés, además de la relacionada con las artes plásticas, siempre bajo supervisión directa de su padre. En 1831, con apenas 16 años, Federico de Madrazo fue nombrado académico de mérito de San Fernando por su obra La continencia de Escipión.
Academicismo parisino y vuelta a Roma
Dos años después, cumplidos ya los 18, realizó su primera estancia formativa en París, ciudad que volvería a visitar en 1838 y en la que residió hasta finales de 1839 con el objetivo realizar una serie de trabajos para el rey Luis Felipe, como el lienzo Godofredo de Bouillon proclamado rey de Jerusalén. Allí se impregnaría de los ideales del Romanticismo.
En el Salón parisino presentó El Gran Capitán recorriendo el campo de la batalla de Ceriñola, un cuadro sobre la batalla en la que Gonzalo Fernández de Córdoba, dentro de la campaña de los Reyes Católicos para recuperar Nápoles, derrotó en abril de 1503 a las tropas francesas del duque de Nemours y virrey napolitano.
En la obra se aprecia un predomino del academicismo francés sobre el colorismo español de la época, con un dibujo preciso que contiene unas pinceladas que no sobrepasan nunca el dibujo, repleto de dramatismo. Por este trabajo obtuvo una Medalla de Oro de 3ª Clase.
Tras su periplo francés, Madrazo regresó a la ciudad que le vio nacer para estudiar y copiar a los maestros clásicos. Aunque a Roma llegó en septiembre de 1839, durante los siguientes meses aprovechó para viajar por Milán, Piacenza, Parma, Bolonia, Florencia y Perugia.
En la Ciudad Eterna, donde fue nombrado caballero de la Orden Española de Carlos III, instaló su estudio en el palacio de la delegación diplomática española. Allí tuvo contacto con pintores italianos y también alemanes, como Friedrich Overbeck. De este último tomó incluso como modelo a su musa, Vittoria Caldoni, en una época en la que realizó estudios de campesinas italianas.
En 1842, su padre le pidió que volviera a Madrid con la idea de que empezara a asumir algunos encargos importantes de pinturas de historia para el gobierno de Isabel II. Sin embargo, un año después, Federico de Madrazo comenzó a desarrollar tareas de enseñanza artística como director de Pintura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y, más adelante, se convirtió en pintor de cámara de la reina junto a Bernardo López, hijo de Vicente López.
Posiblemente estas actividades impidieron que le llegase el encargo de esas grandes composiciones históricas y Federico centró su producción creativa en el retrato, un género que cultivó en abundancia y con maestría.
La temprana influencia francesa que recibió de Ingres y su propia evolución personal se advierten en obras como Amalia de Llano y Dotres, condesa de Vilches, pero también en los retratos dedicados a la soberana Isabel II, con los que alcanzó un protagonismo indiscutible en las décadas centrales de la España decimonónica.
Artista de talla mundial
A mediados de la década de 1850, después de un viaje por tierras alemanas y de recibir varios premios en París –entre ellos una Medalla de 1ª Clase-, Federico de Madrazo era ya un artista consolidado a nivel internacional.
Esa popularidad, sumada a algunas acciones controvertidas –en 1856, por ejemplo, fue cuestionado por participar junto a su padre en el jurado de la primera Exposición Nacional de Bellas Artes, en la que resultó premiado su hermano Luis, y en el que el propio Federico presentó retratos fuera de concurso-, le generaron enemistades y adversarios.
A pesar de ello, sus éxitos dentro del panorama artístico y cultural fueron aún mayores en la década siguiente. A los diversos reconocimientos y nombramientos internacionales sumó la anhelada dirección del Museo del Prado (desde 1860 hasta 1868 y de nuevo entre 1881 y 1894) y la de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (sin interrupción desde 1866 hasta su fallecimiento en 1894). Cargos que evidencian el enorme poder y la exuberante fama que llegó a alcanzar Madrazo en la sociedad de su época.
En la pinacoteca nacional se concentró especialmente en la incorporación de piezas procedentes de las colecciones reales, pero sin perder de vista la tarea de atraer los primeros donativos particulares. En la Academia, además de su continua labor docente, siguió trabajando en la conservación del patrimonio histórico español.
La Revolución Gloriosa de 1868 mandó a Isabel II al exilio y marcó el inicio de un lento declive de la carrera profesional de Federico de Madrazo. Su destitución al frente del Prado fue la principal “factura” que tuvo que abonar por sus vínculos con la reina.
A pesar de ello, y del comienzo del deterioro de su salud, su actividad artística, formativa e institucional todavía tuvo mucho recorrido. Por suscripción de la Academia acabó dando incluso el salto a la esfera política: fue elegido senador durante la Restauración en 1877, 1886 y 1891 (ese último año fue nombrado además consejero de Instrucción Pública, un cargo que ya había desempeñado en 1873 para la I República).
Durante los últimos trece años de su vida volvió a coger las riendas de un Museo del Prado que había cambiado mucho desde el período isabelino. Entre sus preocupaciones de esa nueva etapa estuvo la de acometer una gran reforma del edificio y acondicionarlo para prevenir incendios.
Federico de Madrazo murió en el verano de 1894 tras una operación de litotricia. Fue enterrado en la sacramental de San Isidro junto a su primera mujer, Luisa Garreta de Huertas.
Hijo y padre de artistas, dotado de una gran habilidad para plasmar las texturas del ropaje y generar un ambiente realista en sus obras, Federico pasó a la posteridad como uno de los maestros del retrato de la España del siglo XIX, creando un lenguaje creativo propio que supo inculcar en posteriores generaciones de pintores.