La muerte de Lorenzo el Magnífico puso fin al periodo de prosperidad que vivió Florencia a finales del Quattrocento y desató una gran crisis que culminaría en 1494 con la llegada al poder de Savonarola, que impuso un gobierno teocrático. A comienzos de octubre de ese mismo año, Miguel Ángel se trasladó a Bolonia, donde realizó tres esculturas para la tumba de santo Domingo. El 25 de junio de 1496 llegó a Roma, ciudad donde esculpiría dos obras maestras, un Baco a tamaño natural y La Piedad, una escultura relacionada con la muerte y la resurrección. Posteriormente, en la primavera de 1501, regresó a la ciudad del Arno para realizar la estatua de David y el fresco de La batalla de Cascina
Como ya comentábamos en la primera entrega de este artículo, Miguel Ángel abandonaba el Palacio de los Médici tras la muerte de Lorenzo el Magnífico el 8 de abril de 1492. Una decisión que aunque puede ser que estuviese relacionada con el ingreso de su hermano mayor en la orden dominica también hace suponer un distanciamiento entre el artista y esta poderosa familia. Su biógrafo Condivi narra con sarcasmo que Piero (sucesor de Lorenzo) no llegó a hacerle otro encargo que el de un muñeco de nieve, que podemos situarlo con verosimilitud en enero de 1404, fecha en la que una gran tormenta de nieve se abatió sobre la ciudad.
También hay que tener en cuenta la crisis económica coincidente con la muerte del Magnífico que ponía fin al periodo de prosperidad que duraba en Italia, y especialmente en Florencia, desde la paz de Lodi de 1454. La crisis tenía una doble vertiente: interna, atribuible al rápido proceso de acumulación de riqueza en pocas manos, y externa, debida a la decadencia del comercio, amenazado por la creciente presencia musulmana en el Mediterráneo.
La Florencia de Savonarola
El pueblo comenzó a culpar a los Médici y al nuevo estilo de vida que representaban de los males que aquejaban a Florencia. Un descontento que se difundió con rapidez. En el verano de 1493 hubo graves revueltas callejeras que se repitieron al año siguiente con la entrada en la Península de las tropas de Carlos VIII. Piero de Médici tuvo que abandonar la ciudad y el gobierno de Florencia se puso nominalmente bajo el dominio de Cristo, con el título de rey, y cayó de hecho en las manos de Girolamo Savonarola (Ferrara, 1452-Florenca, 1498), prior del convento dominico de San Marcos, un intelectual y antiguo innovador, y ahora el más famoso de los predicadores apocalípticos que desde la muerte de Lorenzo fascinaban a la sociedad florentina.
Los ciudadanos vivieron esta revuelta bajo la figura de una súbita conversión religiosa. Se organizaban confesiones públicas, se acusaba a los gobernantes y a las autoridades eclesiásticas de falsedad, codicia, vanidad y paganismo. Florencia imaginaba estar transformándose en la ciudad ideal, la nueva Jerusalén o la nueva República itálica, émula de la Roma antigua. Así, mientras Savonarola imploraba el azote de la ira divina como signo de una nueva alianza de Dios con su pueblo, se quemaban los vestidos de lujo, los ornamentos sagrados, los libros de los poetas antiguos y los cuadros con temas mitológicos o simplemente con figuras desnudas. Por fortuna, no duró mucho. El fraile, incapaz de dominar el curso de los acontecimientos, fue abandonado por los gremios y condenado por la Iglesia como hereje, fue juzgado y quemado en la plaza de la Signoria el 23 de mayo de 1498.
En cuanto a Miguel Ángel, su reacción fue compleja. Parece que su hermano Lionardo era uno de los seguidores de Savonarola y fue excluido de la orden dominica en 1497 y, temiendo por su suerte, se refugió por un tiempo en casa de Miguel Ángel, que vivía entonces en Roma.
Estancia en Bolonia
El artista había huido de Florencia a comienzos de octubre de 1494 rumbo a Bolonia, donde recibió la hospitalidad de Gianfranco Aldovrandi, un notable boloñés aficionado a las letras y la cultura florentinas. Miguel Ángel debía disfrutar, pese a que solo tenía diecinueve años, de una reputación notable como escultor, ya que Aldovrandi le hizo un encargo importante, la terminación de la tumba de santo Domingo en la iglesia de la misma advocación, en concreto tenía que esculpir las cuatro figuras que faltaban, representando a san Petronio, san Próculo y a dos ángeles portando candelabros. Esta estancia, como escribe Tolnay, tuvo una importancia capital para Miguel Ángel, porque “fue allí donde entró en contacto con las obras maestras de su verdadero antecesor espiritual, el gran Jacopo della Quercia, quien más de medio siglo atrás, había dado cuerpo en formas heroicas a los ‘movimientos del alma’, por usar una frase de Leon Battista Alberti”. Realizadas las tres figuras y dejando la cuarta, uno de los ángeles, apenas esbozada, Buonarroti vuelve a Florencia a finales de 1495, donde permanecerá solamente unos meses porque profesionalmente había poco que hacer.
El primer viaje a Roma: Baco, La Piedad
En esta breve estancia Miguel Ángel entabló amistad con el mecenas de Botticelli, Lorenzo di Pierfrancesco de Médici, un miembro relativamente marginal de la familia que simpatizaba con los insurgentes, quien le encargó un pequeño San Juan Bautista. Según relata Condivi, el joven artista había hecho para su propio entretenimiento un Cupido durmiente, labrado en mármol a la manera de las estatuas antiguas, y Pierfrancesco, al verlo, le dijo: “Si consiguieras darle un aspecto tal que pareciera haber estado enterrado mucho tiempo, yo podría mandarlo a Roma, donde lo tomarían por antiguo, y podrías venderlo mucho mejor.”
Al parecer, eso mismo fue lo que ocurrió, de modo incluso demasiado literal, un anticuario lo vendió como si fuera una escultura antigua al cardenal Riario por 200 ducados, pero a Miguel Ángel le llegaron solamente 30. Indignado, fue a Roma a descubrir el engaño y cobrarse lo que consideraba suyo. Llegó el 25 de junio de 1496.
Sea cual sea la verdad de esta anécdota, la llegada del artista a la Ciudad Eterna puede tomarse como símbolo de la transformación de la antigua capital del Imperio en nuevo centro cultural y político, tras la crisis que la invasión francesa y sus secuelas desencadenaron en las tres grandes potencias de la Península: Milán, Florencia y Nápoles.
La relevancia que los componentes simbólicos y de imagen fueron adquiriendo en estas nuevas funciones económicas y políticas propició el desarrollo de una importante demanda cultural, cuya línea más activa se situaba en los sucesivos proyectos de edificación, reforma y ornamento artístico del Vaticano, convertido en sede permanente del papado a raíz del final del cisma de Avignon. Una demanda que también se extendía a otros proyectos urbanísticos, así como a la construcción o reforma de diversas iglesias o palacios familiares en Roma. También es importante reseñar el coleccionismo público y privado, inicialmente de antigüedades, aunque luego se extendió a las obras modernas.
Al llegar a Roma, a la edad de veintiún años, Miguel Ángel tuvo ocasión de entrar directamente en contacto con los círculos que protagonizaban la renovación artística del fin de siglo. El cardenal Riario tenía una famosa colección de estatuas antiguas y el banquero Jacopo Galli, amigo del cardenal, y que poseía también una colección de antigüedades, se convirtió en el primer admirador del joven escultor florentino.
Apenas transcurrida una semana de su llegada a Roma, Miguel Ángel cuenta en una carta a Lorenzo di Pierfrancesco de Médici que el cardenal le había enseñado la colección de escultura antigua y le había desafiado a hacer alguna obra de belleza comparable; en consecuencia escribe, “hemos comprado una pieza de mármol para una figura de tamaño natural y el lunes comienzo a trabajar”. Un plural confuso, por otra parte, ya que debe referirse a Galli y no al cardenal. Lo relevante es que tanto Condivi como Vasari afirman que la primera obra hecha por Miguel Ángel en Roma fue un Baco a tamaño natural, encargada por Jacopo Galli para su colección, donde permaneció hasta finales del siglo XVI, cuando fue adquirida por los Médici y trasladada a Florencia en el siglo XVII, y que ahora se encuentra en el Palacio del Bargello.
La segunda obra maestra que el artista realizó en Roma entre 1498-1499 fue La Piedad llamada del Vaticano, una obra que tiene que ver también con las nociones de muerte y resurrección. Realizada en un estilo completamente diferente a la anterior, esto reafirma la idea de que Miguel Ángel avanza su estilo de madurez mediante la creación de pares de obras contrapuestas, como veíamos en la entrega anterior de este artículo entre La batalla de los centauros y la Virgen de la Escalera. Una obra de tema pagano y de investigación formalmente innovadora, inspirada en la escultura antigua, se contrapone en ambos casos a otra de tema cristiano, continuadora de los valores formales del Quattrocento. De hecho, para muchos historiadores La Piedad representa la culminación de la escultura del Quattrocento florentino.
En su expresión, La Piedad podría evocar un pasaje de san Bernardino de Siena, quien en uno de sus sermones describe a la Virgen sosteniendo en su regazo el cuerpo del Hijo muerto y recordando los días de Belén, cuando era niño y lo tenía en sus brazos; soñando quizá que está dormido. Más de medio siglo más tarde, Tiziano concentrará en este motivo la emoción de la escena, cuando pinte las dos versiones de la Lamentación que se conserva en el Museo del Prado.
Y, anatómicamente, la mano derecha de Cristo abandonada en los pliegues del vestido de su madre, es gemela de la mano izquierda caída con la que Baco sostiene la piel del león y las uvas. Así, pese a sus contrastes, algo muy nuevo y muy importante une estas dos esculturas: una cierta introversión. Inauguran una sensibilidad nueva. La armonía de las líneas, la belleza de las formas, son como puertas entreabiertas que nos invitan a adivinar en la vida interior de las figuras grados más altos, humanamente inexpresables, de perfección.
Estancia en Florencia, 1501-1505
Aunque desconocemos las razones del retorno a Florencia en la primavera de 1501, Vasari comenta que gracias a La Piedad, su fama aumentó enormemente, y es verosímil que así fuera; pero, por otra parte, no parece que consiguiera ningún encargo del papado como debía ser la aspiración de Miguel Ángel, así que es probable que esto le hiciera sentirse desengañado. Muchos autores suponen que su regreso a Florencia estuvo motivado por el encargo del cardenal Francesco Piccolomini, que conocemos por el contrato que firmaron en junio de 1501, en el que el artista se comprometía a labrar quince figuras de mármol para el Altar Piccolomini de la Catedral de Siena. Cuando concluyó el plazo, tres años más tarde, Miguel Ángel entregó solo cuatro figuras, dos de ellas terminadas, en opinión de Tolnay, por su ayudante, Baccio de Montelupo.
La razón de este incumplimiento hay que buscarla en otro encargo que el artista recibió casi al mismo tiempo y que suponía un reto mucho mayor: el de la famosa estatua de David. Esta escultura y el cartón preparatorio para el fresco de La batalla de Cascina fueron las dos obras más importantes que Miguel Ángel llevó a cabo en Florencia, antes de que el papa Julio II le llamara de nuevo a Roma en marzo de 1505.
David joven con una honda
Ninguna otra obra dio al artista tanta fama y popularidad como la del David. Esto bastaría para comprender que Vasari atribuyera al encargo de esta estatua la vuelta de Miguel Ángel a Florencia. “Le escribieron algunos amigos desde Florencia que viniera, ya que podían darle aquella pieza de mármol que estaba en la Obra [del Duomo]; y Piero Soderini, nombrado hacía poco gonfaloniere vitalicio de la ciudad, había hablado muchas veces de dárselo a Leonardo da Vinci, y estaba ahora dispuesto a dárselo a Andrea Contucci del Monte Sansovino [Andrea Sansovino], excelente escultor (…) Y Miguel Ángel, aun cuando era difícil sacar del bloque una figura sin piezas, (…) en cuanto llegó a Florencia trató de obtenerlo. Era esta una pieza de nueve brazas, y en ella por mala suerte, un cierto maestro Simone de Fiesole había comenzado a labrar un gigante, con tan mala traza que, al vaciarlo entre las piernas, lo había estropeado de tal modo que los Obreros de Santa Maria dei Fiore lo habían dejado abandonado por muchos años…”
Siguiendo la narración, Vasari cuenta cómo Soderini y los Obreros de Duomo dieron finalmente el encargo a Miguel Ángel, para que labrara la estatua de acuerdo con un boceto de cera que había hecho, representando a David joven con una honda. El escultor hizo construir una valla en torno al bloque de mármol y se puso a trabajar en solitario, sin permitir que nadie lo viera, hasta que lo dejó terminado. Como refiere luego Vasari, el traslado de la estatua a la plaza de la Signoria se hizo por medio de un dispositivo diseñado al efecto por los arquitectos Giuliano y Antonio de Sangallo. Y acaba describiendo la obra con el elogio más encendido que puede leerse en las Vite.
“[Es] superior a todas las estatuas modernas o antiguas, tanto romanas como griegas (…) porque tiene un torneado de piernas que es bellísimo, y unas articulaciones y una esbeltez en el torso que son divinas; y no se ha visto nunca una postura más dulce, ni gracia que se le pueda comparar, ni pies, ni manos, ni cabeza, que puedan aproximarse. (…) Y de verdad que quien vea esta obra de escultura ya no hace falta que se preocupe por ver ninguna otra de ningún otro artista, ya sea de nuestro tiempo, ya sea de cualquier otro tiempo”.
La batalla de Cascina
Para muchos autores, la obra más importante que Miguel Ángel hizo en Florencia durante esta estancia de 1501 a 1505 no fue el David sino el fresco de La batalla de Cascina, o mejor dicho el cartón preparatorio para el mismo. Hay que precisar que ni siquiera este nos ha llegado, solo dibujos preparatorios, estudios para algunas de las figuras. Conocemos la composición por copias y grabados de otras manos. La más completa es una grisalla, óleo sobre tabla, atribuida a Bastiano de Sangallo, que se conserva en la colección del conde de Leicester.
En este caso no está documentado el encargo mismo, aunque sí sus circunstancias. En 1503, el gobierno decidió decorar la Sala de Consejo de Palacio Vecchio con escenas representando las victorias de Florencia. Inicialmente, al parecer, el trabajo se encargó a Leonardo, quien comenzó una composición en mayo de 1504 con la historia de la batalla de Anghiari, entre Florencia y Milán, reservándose la parte izquierda del muro este de la sala. Miguel Ángel, que había terminado el David en la primavera de 1504, debió recibir en otoño el encargo de representar en la parte derecha del mismo muro la batalla de Cascina, entre Florencia y Pisa. Inmediatamente debió ponerse a trabajar en el cartón, una obra enorme, con figuras de tamaño mayor que el natural.
A juzgar por la descripción de Vasari y lo que nos ha llegado a través de las copias, no era un simple trabajo preparatorio, sino una obra autónoma, una especie de grisalla hecha al carboncillo y con un alto grado de acabado, Vasari menciona realces de biacca (una especie de aguada blanca), sfumato, claroscuros, etc. El lector de hoy en día podría imaginarse su efecto visual como algo parecido al Guernica de Picasso, pero con varios metros más de anchura. Para su ejecución, Miguel Ángel solicitó y obtuvo el uso de un gran espacio, la llamada sala del Papa, junto a Santa María Novella. En la elección del lugar, bastante alejado de Palacio Vecchio, debió influir no solo el tamaño, sino el deseo de no trabajar en vecindad con Leonardo.
Es muy lamentable que nos haya llegado tan poco de esta confrontación entre los dos maestros, que debió ser el punto culminante del Renacimiento florentino. De mano de Leonardo solo han llegado algunos bocetos preparatorios; como en el caso de Miguel Ángel, la composición nos es conocida fragmentariamente a través de copias, la mejor de ellas es una grisalla de Rubens que se conserva en el Museo del Louvre. Leonardo quiso experimentar con una nueva técnica, inspirándose al parecer en la descripción que Plinio el Viejo hace de las pinturas murales romanas a la encáustica. El método, aunque lento y laborioso, le hubiera permitido conseguir efectos de gradación de la luz imposibles de obtener con la técnica del fresco. Por las descripciones del siglo XVI y las notas escritas por el mismo Leonardo (integradas en su Tratado de la Pintura) sabemos que eran esos efectos de luz y de atmósfera lo que constituía realmente el centro de su empeño. Eso y los movimientos de los caballos. La técnica fracasó, los aceites en que dispersaba los pigmentos empezaron a oscurecer antes de que terminara la obra. Finalmente, la abandonó en mayo de 1506, sin reclamar la cantidad de dinero que había dejado como garantía al recibir el encargo.
En cuanto a Miguel Ángel, que abandonó el trabajo en marzo de 1505 como veremos en la próxima entrega para ir a Roma, su manera de enfocar el encargo puede entenderse a la luz de dos grandes principios que habían presidido también la realización de la estatua de David, el uso del desnudo como vocabulario básico y la preferencia por el momento de la expectativa sobre la acción. No cabe duda de que el tema principal de la obra de Miguel Ángel es el que aparece en la copia de Bastiano de Sangallo. El autor ha elegido un episodio que se relata en la crónica de Filippo Villani y que es previo a la batalla propiamente dicha. Los soldados florentinos de un campamento de retaguardia, movidos por el intenso calor, se están bañando en el Arno. Uno de ellos, Marino Donati, dándose cuenta del peligro de la situación, da la alarma de un imaginario ataque de pisanos gritando. “¡Estamos perdidos!”. Los florentinos reaccionan con rapidez, saliendo del agua y abalanzándose sobre las armas.
Hoy en día, saturados como estamos de imágenes, y tras varios siglos de desarrollo y transformación de las tendencias estilísticas que se sembraron entonces, nos resulta imposible imaginar cuán crucial fue el papel del desnudo humano en los momentos iniciales del Renacimiento.
La composición que imaginó para La batalla de Cascina tenía precedentes, el más famoso e influyente era un Combate de desnudos, de Pallaiuolo, difundida en el siglo XV por medio del grabado. Y en la producción del propio Buonarroti podemos recordar aunque tenga menos relación con la obra que ahora nos ocupa, La batalla de los centauros, descrita en la entrega anterior. La observación del natural y los estudios de anatomía permitieron a los artistas del Quattrocento progresos considerables en la representación del desnudo humano parte a parte, miembro a miembro. Los peligros de esta tendencia los advirtió Leonardo en una famosa observación de su Tratado que algunos suponen escrita pensando en Miguel Ángel: “¡Oh, pintor anatómico, lleva cuidado, no sea cosa que en tu afán de representar científicamente cada bulto y concavidad del cuerpo te convierta en un pintor acartonado.”
Si la advertencia estaba realmente dirigida a Buonarroti, su inutilidad era manifiesta. Basta ver en el dibujo de La batalla de Cascina, que se conserva en la Casa Buonarroti, cómo una sola línea es capaz de transmitirnos, tanto la información más precisa acerca de la forma y posición en el espacio de cada uno de los miembros y músculos del modelo, como la sensación de una totalidad orgánica, un todo único y en movimiento. El cartón de Miguel Ángel se conservó durante años en el sitio donde el artista lo había realizado. Benvenuto Cellini recuerda en La Vita el impacto que La batalla de Cascina le produjo cuando él era un muchacho. En su opinión, Miguel Ángel nunca hizo nada mejor. De un modo que recuerda la muerte de Orfeo por las Ménades, el cartón desapareció en el invierno de 1515 a 1516. Fue troceado, al parecer con la finalidad de atender las demandas de todos los artistas que pretendían estudiarlo. Hay testimonio de la existencia de diversos fragmentos en diversas colecciones hasta mediados del siglo XVI.
Extracto de nuestro libro Miguel Ángel de Tomàs Llorens.
Próxima entrega: segunda estancia en Roma (1505-1512) y la Capilla Sixtina, que comentaremos detalladamente.