El triunfo de la asonada liberal liderada por Riego no solo propició la creación de juntas revolucionarias en toda España y forzó a Fernando VII a jurar la Constitución de Cádiz, sino que se extendió rápidamente a otros países del sur de Europa
El teniente coronel Rafael del Riego sublevó a las tropas que se disponían a embarcar rumbo a América el 1 de enero de 1820 en Las Cabezas de San Juan. Esta insurrección propició la formación de juntas revolucionarias en toda España y forzó a Fernando VII a jurar obediencia a la Constitución gaditana de 1812 (“la Pepa”), la misma que el monarca había declarado nula y “sin ningún valor ni efecto” en mayo de 1814, tras volver de su exilio en Francia.
La jura regia del 9 de marzo de 1820 pudo sorprender a muchos, empezando por el propio rey, pero el descontento hacia el gobierno absolutista era generalizado entre la burguesía y el ejército, alarmados unos y otros por la dureza de la represión, la arbitrariedad de las camarillas de palacio y la ruina de la Hacienda. Al jurar la Constitución, el rey consentía en transferir su soberanía a la Nación, entendida como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, o sea, el conjunto de hombres libres de la España europea y la americana.
Como soberanos, competía a los españoles en exclusiva “el derecho de establecer sus leyes fundamentales”, tal como rezaba el artículo 3 de la Constitución de Cádiz. Además de reconocer la soberanía nacional, “la Pepa” auspiciaba el final de los muchos privilegios de la nobleza y del clero (señoríos, mayorazgos, diezmos, Inquisición) y, en nombre de la propiedad privada, reconocía la libertad de comercio y de industria, así como la libre compraventa de tierras.
En este contexto, cobraron singular importancia las alegorías que engalanaron las muchas fiestas populares y las manifestaciones artísticas. Estas alegorías, auténticas escuelas de ciudadanía, ensalzan los principios y los valores de la Constitución, al tiempo que muestran la maldad intrínseca del despotismo y del fanatismo religioso, que la revolución se dispone a liquidar; las alegorías son, en suma, un potente instrumento de instrucción y politización.
Alegorías de la libertad
Uno de los motivos más recurrentes de la propaganda liberal será el juramento de la Constitución por Fernando VII. Un grabado fechado en 1820 desplaza al monarca a la izquierda de la composición, en un plano simétrico al que ocupan las figuras del pueblo que gesticulan alegres a la derecha. El centro del grabado lo ocupa una matrona que exhibe orgullosa la Constitución, y que debe interpretarse como una alegoría de la Nación constitucional, ahora plenamente soberana en detrimento de rey. Al fondo, dos clérigos huyen despavoridos, incapaces de soportar el triunfo de la libertad.
La Nación y la Constitución son, sin duda, las figuras más representadas en las alegorías. La Nación se muestra con frecuencia en forma de dos mujeres, una simbolizando a Europa y la otra a América: si la europea se viste con ropajes clásicos y se acompaña de un león, la americana, más desnuda, aparece rodeada por un cocodrilo y una palmera, dos clichés del Nuevo Mundo. Dos bolas del mundo que simulan los dos hemisferios que pueblan los españoles, el europeo y el americano, reafirman el carácter plural de la Nación constitucional.
La otra figura privilegiada por las alegorías es la propia Constitución. Se la representa como un libro abierto a imitación de las Tablas de la Ley del cristianismo o como un sol que irradia las luces del saber y la justicia, dos imágenes fáciles de reconocer por las gentes sencillas. Otras veces, como en la estampa “La Revolución vuelve la Ley Fundamental a España”, la Constitución adopta forma de mujer. En este último caso, la composición es deudora de la iconografía de la Revolución francesa, con tres figuras femeninas: España, la Nación y la Revolución.
Honores a héroes y mártires
La revolución española se creyó en el deber de rendir honores a sus héroes y a sus mártires, y de modo muy destacado a los militares protagonistas de la insurrección de 1820. Los bustos de Quiroga, Riego, López de Baños o Arco-Agüero adornan objetos de uso cotidiano, como polveras o tabaqueras. Con todo, el preferido es el ahora general Riego, objeto de un culto a la personalidad sin apenas precedentes. Su retrato desfila en las procesiones cívicas como si se tratara de un santo, se le erigen estatuas ecuestres para presidir las plazas o se venden grabados con su busto en las calles más concurridas de las poblaciones.
De excepcional interés resultan los “aleluyas constitucionales”, publicaciones que, a modo de cómic, contienen viñetas historiadas con dibujos y versos pareados. En las 48 viñetas del “aleluya” conservado en el Museo de las Cortes de Cádiz, se vitorea al “valiente Arco-Agüero”, al “inmortal Quiroga” o al “intrépido Riego”
El fin del Trienio Liberal
El régimen constitucional cayó en 1823, al no poder hacer frente a la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis, las tropas francesas enviadas por la Santa Alianza para restaurar el absolutismo. En su avance, los soldados galos del duque de Angulema apenas encontraron resistencia, lo que evidencia la pérdida de prestigio de los gobiernos liberales. La decepción de los campesinos por las promesas incumplidas, pero sobre todo la división de los liberales entre moderados y exaltados (“doceañistas” y “veinteañistas”), arruinaron en poco tiempo las muchas expectativas de 1820.
Pese a su corto recorrido simbólico y sentimental, la revolución española de 1820 sirvió de acicate a los liberales de otros reinos del sur de Europa, como Dos Sicilias, Piamonte-Cerdeña o Portugal. En el caso italiano, los revolucionarios conspiraban agrupados en sociedades secretas: si en el sur descollaba la Carbonería, de inspiración netamente democrática, en el norte imperaba la Federazione, mucho más moderada en ideas y objetivos. Las hostilidades se iniciaron en las provincias en torno a Nápoles, donde la Carbonería contaba con apoyos entre la burguesía local, el bajo clero y parte del campesinado; en un segundo momento se sumaron varios mandos del ejército de ideas tibiamente liberales, que en su mayoría habían servido al rey Murat durante la pasada invasión napoleónica.
La situación se hizo insostenible para el rey de las Dos Sicilias, Fernando I de Borbón, forzado a reconocer la Constitución de Cádiz como la norma fundamental de su reino. Como se puede ver, los revolucionarios italianos no solo tomaron de España el modelo insurreccional, también pensaron que “la Pepa” podría ser un buen código para ellos.
El ciclo revolucionario afectó igualmente a Portugal, donde la sublevación, también en nombre de la Constitución española, consiguió sus objetivos en 1820, primero en Oporto y al poco en Lisboa, donde se convocaron Cortes a la manera liberal. El rey Juan VI de Braganza, algo más abierto que otros monarcas, admitió la Constitución de Cádiz, que sería parcialmente modificada en Cortes para alumbrar una nueva, exclusivamente portuguesa, cuyo contenido es incluso más avanzado y democrático que el de “la Pepa”, su inspiradora. Estudio para una alegoría de la Constitución portuguesa, un cuadro de Domingos Sequeira, utiliza simbologías similares a las españolas.
El proceso revolucionario de 1820 es el más olvidado de cuantos tuvieron lugar en el siglo XIX. Su epicentro no fue Francia, sino la Europa periférica del sur (España, Italia, Portugal), y su vigencia fue muy breve. El liberalismo que finalmente se impuso en Europa, entre 1830 y 1870, según los casos, se edificó sobre bases más moderadas, y en los países mediterráneos, mediante pactos con fuerzas del Antiguo Régimen, algo que trasladado a las manifestaciones artísticas propició simbologías más sincréticas y menos rompedoras.
Extracto del artículo escrito por Carlos María RODRÍGUEZ LÓPEZ-BREA en Descubrir el Arte nº 252.