El pasado mayo llegaba a las librerías Martín Chirino. La memoria esculpida, fruto de las conversaciones que el escultor canario y el periodista Antonio Puente mantuvieron entre 2015 y 2018 en su casa de Morata de Tajuña y Las Palmas de Gran Canaria. Un libro póstumo porque el escultor había fallecido dos meses antes, el 11 de marzo, al poco de cumplir 94 años. En nuestra revista de agosto, le dedicamos un amplio artículo que analizada la trayectoria de este escultor
El paisaje de su infancia, la playa de las Canteras, en Gran Canaria, marcó el devenir de su vida y de su obra. Hay una foto de 1981 del escultor Martín Chirino (Las Palmas de Gran Canaria, 1 de marzo de 1925) en la que se ve en la orilla de esta playa, frente al mar y las nubes, trazando sobre la arena una espiral: símbolo del viento. De lo invisible a lo visible, el arte materializa lo que acaso no existiría sin la mano y la imaginación del ser humano.
Un artista es al cabo del tiempo la serie de símbolos con los que amplía la imaginación y el entendimiento de los seres humanos. Entre los que configura el mundo de Martín Chirino, que ya es nuestro mundo, hay que mencionar los vientos, esas espirales interminables que aprendió “en los pequeños vestigios de la cultura guanche” y que aparecen en sus esculturas desde 1958. Si Oteiza es la línea recta y Chillida el semicírculo abierto, Chirino es la espiral. Tengo para mí que mantiene más similitudes con la obra del segundo que con la del primero por su inclinación hacia la curva y su forma sobria, pero a la vez lírica de interpretar la realidad (obsérvese el aire de familia que hay entre el autor de Elogio del horizonte y las series de Chirino Mediterráneas y Ladies).
Precisamente una de las obras más célebres de Chillida, El peine del viento, nos invita a imaginar cómo el viento se peina (además del diálogo entre el mar, la tierra y el cielo, esencial en el artista de San Sebastián). Chirino, en cambio, esculpe el viento en una espiral que apunta al infinito. La hermenéutica, el arte de interpretar, que a todo ser vivo, y en particular a los humanos, nos concierne en este “bosque de símbolos” (Baudelaire), concibió bajo algunos filósofos como Heidegger y Gadamer la comprensión como un círculo. Más exacto es imaginarla como una espiral, ya que el círculo implica repetición. La espiral, por el contrario, avanza, aunque al mismo tiempo sugiere una búsqueda interminable: “¿Qué es vivir? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el amor?”
Nadie ha esculpido la espiral como Chirino, nadie la ha pensado y descrito como él: “Es el principio y el fin: hacia adelante y hacia atrás es lo mismo. Es el principio de la vida y lo otro: sus puntos suspensivos. Es lo que aglutina cuanto he creado; si no llego a saber que tenía que delimitar con claridad muchas cosas, nunca iba a ser el escultor que tenía que ser. Y claro, la espiral ocupa el vértice de mi recorrido, con su centro siempre abierto a cualquier derivación. Es el vértice central de los antagonismos, las contradicciones, las dudas… Es geometría, con un centro perpetuamente escindido, entre la tensión y la distensión, lo sólido y lo vacuo; un centro precintado pero infinito…”
A lo que añadía: “Y también es geografía: su centro coincide con nuestro propio origen insular, que determina una cultura tensa y densa, que es lo mejor que nos puede pasar. En ese sentido, la espiral es una obsesión de la insularidad, donde los días del hoy y del ayer no son distintos”. Pero si bien su creación hunde sus raíces en su cultura nativa, abriéndose, eso sí, a otras tradiciones (hispana, africana, vanguardista…), en la línea del arte más elevado no cesó de establecer una dialéctica entre la identidad y la universalidad: “Desde lo particular a lo universal”. Este es uno de los poderes del arte, transformarse en símbolo que nos permite comprender algo más del mundo, y a nosotros dentro del mundo: abrazarnos solitaria y solidariamente.
Junto con Oteiza y Chillida, Chirino es uno de los maestros de la escultura abstracta española, que evoluciona de lo natural a lo abstracto a través de un proceso de desmaterialización. Aunque el maestro español que posiblemente más ha influido en su trayectoria es Julio González, por el que comenzó a interesarse en 1952, y del que, entre tanto, aprenderá a dibujar el espacio con el hierro, como apreciamos en las series de Composiciones, Raíces e Inquisidores. En esta última se palpan las tensiones y contradicciones sociopolíticas de la época en esculturas abstractas.
Aeróvoros (1973-78), como muy atinadamente ha señalado Octavio Zaya, son modulaciones retorcidas que evocan a aves a punto de emprender el vuelo. Como su nombre indica, Paisajes (1974-1978) son figuraciones escultóricas que nos abren la vista a un paisaje abstracto; son piezas menos alargadas que los Aeróvoros, y guardan un equilibro en la extensión de su cuerpo. Con los Afrocanes advertimos la presencia de las máscaras africanas en conjunción con las espirales de Chirino.
La serie Penetrecanes, a juicio de Octavio Zaya, posee un “carácter totémico” y, “a semejanza de la estatuaria africana, sitúa el mundo en una continuidad y densidad temporales que el ser humano penetra, como las raíces de un árbol en el suelo nutritivo”. En este sentido enlaza los elementos originarios que nos rodean: tierra, agua, aire, cielo. Por otro lado, a mí me recuerda a la más ambiciosa obra de Brancusi, Columna sin fin…
Por último, la serie Cabezas se inicia con piezas que dialogan con las máscaras de Julio González. Luego deriva hacia una abstracción más acusada, obteniendo mayor ligereza, en la estela de Brancusi y cierto Giacometti. Esa abstracción se acentúa todavía más, hasta el punto de componer cabezas con una serie de líneas de hierro forjado. Es como si estas Cabezas recorrieran la historia de la escultura desde el hieratismo de la escultura egipcia hasta la abstracción del siglo XX.
Además de una vida dedicada plenamente a la escultura, también ha sabido encontrar tiempo para dirigir instituciones culturales, como el Círculo de Bellas Artes de Madrid, que desde 1982 a 1992 alcanzó una proyección nacional e internacional de la que carecía hasta entonces. Más tarde ejerció como director fundador del Centro Atlántico de Arte Moderno, en Las Palmas. Y en 2015 se inauguró el Castillo de la Luz, en las Palmas, una fortaleza del siglo XV en la que el artista depositó 25 relevantes obras, y donde se encuentra la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino.
Francisco Jarauta sostenía en “La fragua del mundo”, un artículo a propósito de la obra de Martín Chirino: “Nadie sabe a ciencia cierta si es la forma la que ocupa el espacio o es el espacio el que deviene forma”. ¿Y si acaso se tratara de un doble movimiento bajo el que la forma descubierta por el artista crea espacio y el espacio a su vez genera forma? Imagino a Martín Chirino, que como buen creador afirmaba “mi fragua está siempre ardiente”, o sea, dispuesta a engendrar nuevas formas y espacios, transformando la materia del hierro en la fragua al tiempo que su espíritu se altera y moldea. Contemplemos nosotros sus espirales interminables y seamos como el viento, que adquiere las diversas formas del espacio.
Sebastián GÁMEZ MILLÁN