Este pintor cursó estudios de Derecho y llegó a ejercer como abogado hasta la llegada de los prusianos a la capital francesa. En 1872 ingresó en la academia del artista Léon Bonnat y se instaló en un taller de Montmartre. Su trayectoria comenzó como retratista y a partir de 1876 empezó a destacar en el panorama artístico francés. Recordamos su faceta como pintor interesado en plasmar la vida moderna de la capital francesa al cumplirse los ciento setenta años de su nacimiento
Hijo de escultor e íntimo amigo de Renoir, Manet y Degas, Jean Béraud (San Petersburgo, 1849-París, 1935) fue un pintor que representó con sumo detalle y belleza la fascinante vida moderna parisina de la Belle Époque (1879-1914), una etapa de progreso social, económico, industrial y político, que se dio sobre todo en Francia.
Béraud plasmó los nuevos proyectos urbanísticos llevados a cabo por el barón Georges Eugène Hausmann, como la ampliación de los bulevares, que constituyeron el escenario de gran parte de sus obras, capaces de deleitar por su gracilidad y de transmitir el aroma a tierra mojada tras un día de lluvia incesante.
Hausmann recibió el encargo de Napoleón III de modernizar y transformar París, y el barón llevó a cabo un proyecto que otorgó a la ciudad su fisionomía actual. La intención de Napoleón III era crear un imperio sobre las ruinas de la democracia republicana, para lo que ideó una urbe como una totalidad uniforme, con una misma estética. Hasta ese momento, París había permanecido como una ciudad medieval, con calles estrechas, por lo que decidió derribar los edificios antiguos, establecer un nuevo sistema de alcantarillado y ampliar las calles para evitar barricadas.
A través del ensanchamiento de las calles, aparecieron grandes bulevares y paseos, lo que tuvo como resultado la creación de espacios de ocio y disfrute, que enriquecieron la economía de la ciudad. Se abrieron tiendas de lujo, restaurantes, cafés, hoteles, teatros y cabarets. Por otro lado, se colocaron árboles y aceras, que aumentaron la comodidad, y las luces de gas mejoraron la seguridad lo que propició la vida nocturna. Y es en estos boulevards donde Béraud muestra cómo se exhibía la clase burguesa, así como sus costumbres y gustos.
Escena de los grandes bulevares, un día de lluvia
Las manecillas del reloj marcaban el ritmo frenético de la capital francesa y las líneas caóticas del suelo resaltaban el movimiento incesante de los ómnibus, que formaban parte del día a día de la cambiante urbe parisina. El tiempo se convirtió en el eje de la ciudad, que caminaba desbocada por los bulevares encharcados.
Béraud muestra en esta Escena de los grandes boulevards que los proyectos de ampliación e igualación del entramado urbanístico de Hausmann pueden ser comparados con la uniformidad tonal y estética de la vestimenta de los personajes representados. En esta obra el pintor parece interesarse más por el creciente movimiento de la ciudad, el clima y el desarrollo de los medios de transporte que por retratar la psicología de habitantes. El ser humano, que se ha convertido en un número, oculto entre la multitud, está empezando a aprender cómo manejarse en esta nueva vida moderna.
En los grandes bulevares
A diferencia de la obra anterior, el retrato adquiere mucha más importancia, así como la mujer, a quien coloca en primer plano de manera prácticamente estática. La joven parece estar posando para el artista quien, sumido por su belleza, le ha colocado en su brazo un ramo de flores para resaltar su presencia.
Detrás de ella, dos hombres se estrechan la mano a modo de saludo. Sin embargo, la diferencia de estatus social se pone de manifiesto a través del leve gesto de reverencia de uno de ellos, quien se ha quitado el sombrero de copa en señal de respeto. Además, este lleva un abrigo marrón, que contrasta con el elegante negro de su acompañante, asociado con las personas de mayor nivel económico.
Por otro lado, el frondoso árbol que Jean Béraud coloca en el eje de la composición pone de relieve uno de los cambios urbanísticos llevados a cabo por el barón Hausmann. La elección de decorar los grandes bulevares con vegetación supuso un gran avance, que contrastaba con la oscuridad e incomodidad de las estrechas calles que existían antes de esta reforma.
Los bulevares americanos
La diversión y el ocio formaban parte de la rutina de la vida en el París de la Belle Époque. Una pareja con elegantes modales y un grupo de burgueses ocupan los alrededores de un fastuoso café, decorado con columnas de un brillante mármol rosa y capiteles corintios forrados con pan de oro. Carteles de múltiples colores colocados en el centro de la obra resaltan la creciente demanda de los espectáculos de ocio, muestra de la época de bienestar y tranquilidad en la ciudad en esta etapa de finales del siglo XIX y principios del XX.
Sin embargo, estas tonalidades doradas y rojizas cómodas y agradables, rompen con el azul gélido del otro lado de la composición, cuya neblina se funde en el infinito y que quizá sea una metáfora de un futuro amenazante, la no muy lejana Primera Guerra Mundial.
La rotonda de los Campos Elíseos
Otro de los entretenimientos de la sociedad burguesa parisina fue el paseo a caballo, que les permitía dejarse ver por los demás miembros de la ciudad. Así, tal y como se observa en este cuadro de Béraud, la mujer aprovechaba esos trayectos para mostrar sus mejores galas, ya que la moda suponía uno de los aspectos más importantes para aparentar y dar a conocer su estatus social. La calidad de las telas, el tipo de tocado y el diseñador elegido eran algunos de los factores a tener en cuenta para conseguir impresionar.
Además de la moda, el dibujo inmaculado de los caballos –al igual que su amigo Degas– fue otro de los focos de la obra de Béraud. Sin embargo, a diferencia de Degas, que prefería dibujarles por detrás –como si se alejaran del espectador–, Béraud optó por la representación frontal, lo que le permitió lograr un mayor realismo y rotundidad.
Le Bois de Boulogne
El gusto por las apariencias, la moda y los paseos a caballo se encuentran también en el cuadro del Bois de Boulogne (“Bosque de Boulogne”), un lugar de retiro y disfrute ubicado a las afueras del centro neurálgico de París. La luz filtrada a través de los frondosos árboles recae sobre el paraguas de la mujer de la acera, quien parece conversar apaciblemente con un joven al que acaba de conocer. Un perro se coloca frente a ella, quizás para simbolizar el rol de mujer fiel y virginal, tal y como transmite el blanco de su falda, símbolo de pureza y castidad.
Saskia GONZÁLEZ VOLGERS