El artista británico, instalado en Madrid desde hace casi treinta años, reclama la dimensión orgánica y rudimentaria de la pintura en medio del diluvio tecnológico en su último proyecto, donde recrea pictóricamente la “interioridad” de Las meninas. Galería Álvaro Alcázar (Madrid), hasta el 1 de junio
Lo hace con impactante desenvoltura dialogando con Velázquez y extrayendo de Las meninas toda su potencia expresiva. Instalado en Madrid desde hace casi treinta años, Simon Edmondson (Londres, 1955) ha dedicado su última muestra, Sprezzatura, a recrear pictóricamente la “interioridad” de esta obra cumbre del arte. Quiere ver su portentosa superficie pintada libre de los contenidos ideológicos y conceptuales que sucesivas generaciones de historiadores, pensadores y artistas le han ido sobreponiendo hasta reducir su significado al tamaño de un emblema.
Si algo tienen en común todas estas interpretaciones contemporáneas sobre el cuadro es su escaso interés por las operaciones íntimas que la hicieron posible. Olvidan que esta magistral composición es un asombroso tour de force de la pintura que revela la perpetua lucha del creador con la materia y el motivo de representación. O acaso no es primordial preguntarse, ¿a través de qué recursos alcanzó su autor la semejanza con lo que tenía ante sí?
[arve url=»https://youtu.be/AcMwuG2_ovI» mode=»normal» align=»center» aspect_ratio=»1:1″ /]Edmondson rinde así tributo a Velázquez, con quien se siente en especial deuda, para devolver a su obra más célebre su calado artístico y su condición enigmática. En su taller madrileño ha seguido una a una las pisadas estampadas por el maestro sevillano en, la que todo apunta a ser, su obra más libre y personal; se ha topado con los mismos obstáculos que tuvo él en 1656 para convertir semejante tela en blanco (318 x 276 cm) en un espacio ilusorio; ha movido su brazo y su mano en distintas direcciones hasta hacerse con los gestos certeros que generen en esta escena hondura y presencia de vida humana…
Así, a través de los medios iconográficos más básicos, revivifica, en sus distintas reconstrucciones del escenario velazqueño –ya sean de tamaño natural, alguna de las cuales vienen de largo, Cartoon for Hospital-Palace (2008), Hospital-Palace (2010), Alcázar (2014)… o de formato inferior–, la noción de pintura como serie de encrucijadas, decisiones personales y cambios plásticos intuitivos que se encadenan para entregarse al azar y dar un resultado siempre imprevisto. Aún con todo, el fruto del proceso acometido por nuestro contemporáneo es más que encomiable.
La audacia y sofisticación formal de estas reconstrucciones plásticas, que en ningún momento tienden a la retórica o a la afección, corresponden a un pintor que se encuentra en la cima de su carrera y que desde siempre ha comprendido que una obra de arte solo adquiere duración cuando es producto del esmero técnico de su artífice y su insistencia indeclinable.
En la más de una docena obras que muestra ahora en la galería Álvaro Alcázar de Madrid, Edmondson reconstruye con excelente ilusionismo el Cuarto Bajo del Príncipe en el que Velázquez realizó su composición. Topográficamente, se ciñe con fidelidad al original, gracias a los planos arquitectónicos que se conservan del Alcázar de Madrid antes de su incendio, aunque cambie su punto de vista.
En lo relativo al tiempo, sin embargo, Edmondson se desmarca por completo de su obra guía: las siluetas humanas y el mobiliario imaginario con los que da nueva vida a este cuarto son casi de nuestra época. Forman parte de un alberge u hospicio que ha venido a suplantar el uso de la antigua residencia real. El ambiente de espera y desamparamiento que se respira en él, por la quiebra de la fortaleza de sus residentes, nos habla de la contingencia y fragilidad de nuestras vidas. Así, este conjunto de obras no deja de ser una metáfora de la “hospitalidad” que ha de dar pintura a los que ya han desaparecido, un recordatorio de que toda vida humana tiene su reverso mortal.
Por medio de esta desviación con respecto al motivo del original, Edmondson evoca la que, a su juicio, debió ser la intención auténtica o primigenia de Velázquez al hacer el cuadro, lo que es su trasfondo más noble: la representación del profundo humanismo de este grupo de funcionarios de palacio, con los que él trataba a menudo.
Por medio de estas libres especulaciones mentales hechas pinturas, como respuesta a Velázquez, a propósito de su obra más abierta y subjetiva, Edmondson nos recuerda que para entender su excelencia artística, el hecho de que la obra revele continuamente nuevos aspectos de sí misma, no podemos esperar de ella ni fines útiles, tampoco explicaciones concretas, pues de lo contrario acotamos su ancho raudal significativo. Pues, ¿qué es el arte sino una trasposición del pensamiento puro de su creador? Mientras los artistas sean seres humanos y no máquinas siempre habrá todo un psiquismo operando detrás de cada producción, todo un mundo recóndito que se nos escapa de las manos.
A la luz del sentido completo de la pintura figurativa de Simon Edmondson, centrada siempre en reconstruir espacios emocionales rotos, y alusiva, no a historias, hechos o datos específicos, sino a la degradación física y mental que provoca el devenir histórico, conviene puntualizar que no estamos ante un artista, atemporal, sino intempestivo. Como tal pone un “muro de contención” a la actualidad, pues pese a ser corta, todo lo es y todo lo acapara en tanto que anticipación del futuro. Es capaz de preservarse en su estudio al margen del “repiqueteo cotidiano” para llevar a fin su empeño artístico: cuestionar nuestra memoria de una forma virtualmente impracticable por medio de planteamientos visuales íntimos que han de imaginarse, construirse y forjarse día tras día.
Él no quiere abandonar el pasado, tampoco su identidad cultural, pues nada de lo ha sucedido puede anularse. Por eso, aunque sea inoportuno, mira atrás para “guardar” lo más inefable del ser humano y su experiencia social, antes de que el “mundo de la información”, tecnificado e impersonal vacíe el mundo. Se resiste íntimamente a las fuerzas dominantes, pues es condición sine qua non para mantener a salvo su propia imaginación creadora. A propósito de esta actitud crítica, traigo a colación lo que dice Nietzsche: “Que un hombre resista a toda su época, que la detenga en la puerta para que dé cuenta de sí, es cosa que forzosamente ejercerá influencia”.
En consonancia con todo lo anterior, Edmondson mantiene una exploración retrocesiva con la tradición de la pintura occidental, de la que se siente heredero y trasmisor, una posición que le ha permitido orientar su propio lenguaje artístico hacia un continuo progreso o maduración. El artista está a la zaga de las raíces del arte moderno para dar nuevas posibilidades a la pintura hoy asediada por la cultura del pantallazo. Bebe continuamente de los pozos de los primeros artistas que al pintar las cosas la dotaron de una nueva atmósfera o “piel”, como Tiziano, Velázquez, Rembrandt, Goya o Manet… Y es que solo permaneciendo en este cauce histórico es posible adquirir la valentía y soltura necesarias para transfigurar la realidad elegantemente con el pincel y poder así enriquecerla o ampliarla.
A esta disimulación del esfuerzo en pintura, los artistas del barroco la llamaron sprezzatura, un término italiano cuya acepción más amplia era la no demostración de afectación ninguna. Pues bien, Edmondson, a juzgar por su pintura elegiaca aplicada con sensual belleza, parece haber hecho suyo este antiguo temple.
Carmen ESCARDÓ