Desde muy temprano se comprendió el alcance de sacar las esculturas en procesión por su papel como instrumento de catequesis urbana. Unas piezas que ofrecían gran apoyo a la palabra gracias a sus valores plásticos, capacidad expresiva y posibilidades dramáticas en beneficio de la conversión de los fieles. La fortuna fue especialmente representativa en el caso de las cofradías penitenciales que centraban su actividad en el tiempo de la Pasión de Cristo, una costumbre, de origen medieval, que tomó cuerpo tras el Concilio de Trento al proponer la participación de los laicos
Como apoyo indudable de la palabra, la escultura en España cumplirá un activo papel como instrumento de catequesis urbana. Se trataba de aprovechar sus valores plásticos, su capacidad expresiva y parlante, sus posibilidades dramáticas al fin y al cabo, en beneficio de la conversión de los fieles. Desde muy pronto se comprendió el alcance de sacar las esculturas en procesión convirtiéndolas en un ejemplo que compartía la calle con los fieles haciéndose más cercana. Decía San Juan Bautista de la Concepción (1561-1613) que era necesaria la publicidad de la virtud, utilizando la procesión para presentar al pueblo modelos de conducta.
La fortuna fue especialmente representativa en el caso de las cofradías penitenciales, asociaciones piadosas que centraban su actividad en el tiempo de la Pasión de Cristo, haciendo sacrificios públicamente, que utilizaban la escultura y la integraban en su lenguaje como elemento esencial. El fenómeno, de orígenes medievales, tomaba cuerpo después del Concilio de Trento que proponía una participación asociativa de los laicos. En las antiguas procesiones se integraban figuras aisladas de Cristo crucificado o de María, pero se fueron añadiendo personajes en una secuencia en la que se mostraban los episodios del ciclo pasional, en unos grupos concebidos como estructuras narrativas denominados pasos.
Surge entonces un desarrollo que arranca en Madrid, en el instante en que la corte de Felipe II se instalaba en la villa a partir de 1561, para ir tomando cada vez más fuerza y llegando a su culmen en Valladolid a comienzos del siglo XVII, precisamente acusando un impulso que se había iniciado en los años en los que esa capitalidad del reino se había trasladado a esta ciudad.
El diseño de composiciones escénicas que congelaban los episodios del drama pasional, termina reuniendo unas especiales condiciones para convertirse en un género particular. En origen los materiales empleados para estas recreaciones tridimensionales fueron muy sencillos. La pasta, una combinación de maderas con cartones y telas encoladas, dio lugar a grupos de características casi efímeras, con figuras de menor tamaño que el natural. Su pervivencia era breve y sufrían deterioros con el paso del tiempo.
La transformación hacia la madera policromada, aumentando la escala para establecer una comunicación más eficaz con quienes los contemplaba, dio como resultado un efecto sorprendente, de intenso impacto emocional sobre los fieles. El paso de la Elevación de la Cruz, realizado en 1605 por Francisco Rincón (+1608) en Valladolid, iniciaba esta nueva andadura, pero los conjuntos concebidos a continuación por Gregorio Fernández (1576-1636) y sus discípulos supusieron un alarde escenográfico de extraordinaria repercusión, convertidos en cabezas de serie de largo seguimiento en toda la Corona de Castilla.
En Andalucía se vivía un fenómeno similar, pero más centrado en las imágenes titulares de las hermandades y con menos acompañamiento escénico aunque con una riqueza excepcional en los adornos textiles y metálicos, poniendo todo el acento en la figura protagonista, cargada de expresión y de fuerza para mover la devoción de los fieles en la calle, como sucede con las creaciones de Martínez Montañés (1568-1649) o Juan de Mesa (+1627). En lugares como Murcia, el trabajo de personalidades de la altura de Francisco Salzillo (1707-1783) dio lugar al desarrollo de exquisitas composiciones grupales, refinadas hasta el extremo, como si se tratara del canto del cisne de un género de tanta fortuna.
La escultura procesional congelaba una secuencia dramática que remitía a las representaciones teatrales medievales, siguiendo un guión supervisado por la autoridad eclesiástica. El impulso de la religiosidad de Trento fomentaba estos ejercicios y los pasos respondían a esas necesidades, valorándose los recursos de su puesta en escena en la distribución de las composiciones en el espacio de las plataformas en las que iban asentadas, en las actitudes y en la imprescindible policromía para contribuir al verismo en el resultado final.
Conservamos testimonios materiales trascendentales, como la colección del Museo Nacional de Escultura, pero son muy útiles para la comprensión del fenómeno los documentos en los que se pormenorizan detalles precisos que permiten entender su alcance. La cofradía de la Misericordia de Medina del Campo establecía las condiciones que habían de tener las figuras que para uno de sus pasos había hecho Melchor de la Peña (+1631), con rasgos tan concretos como los siguientes: “es condición que la figura del Santísimo Cristo ha de ser la encarnación mate y ha de estar maltratado en codos y rodillas y espaldas, con sus desollones puestos como en Valladolid, y la llaga de las espaldas ha de ir con su corcho y sangre cuajada, el paño dorado y rajado y sus cardenales, con limpieza y los ojos de cristal; y por el cuerpo derramada alguna sangre en parte que convenga y el cabello de color de avellana madura con su claro y oscuro…”
La relación con lo que sucedía en los Sacromontes del norte de Italia es evidente, pero con una transformación. Mientras que en el Piamonte los grupos escultóricos de tamaño real se integran en capillas donde permanecían estáticos ante la contemplación de los fieles, en España eran las esculturas las que se movían para buscar un efecto más cercano.
La narración pasional se concibe como secuencia de imágenes en movimiento, que sigue un guión ajustado y contextualizado en una sociedad en la que los valores escénicos respondían a códigos asumidos y muy comprensibles, que formaban parte de la vida cotidiana. Es necesario volver la mirada hacia el teatro barroco español, disciplina cumbre en su género a la que dramaturgos como Lope de Vega, Calderón de la Barca o Tirso de Molina, le proporcionan una categoría diferenciadora en el panorama europeo.
Los sermones que se predicaban durante esos días hablaban del Gólgota como “el teatro de la mayor ingratitud de los hombres y de la mayor paciencia de Dios, donde se representó con efecto aquel admirable sacrificio”. El acompañamiento de la imagen a la palabra se concebía como algo necesario y la propia acción teatral se hacía a veces explícita en la generalizada función del Desenclavo.
Todo ello tiene una correspondencia cargada de contenido en los pasos procesionales como dramatización sagrada sancionada por la autoridad eclesiástica, donde los roles están fijados sin dar lugar a la interpretación errónea. Está medido el número de personajes y las acciones a representar, convertidas en objetivo visual de meditación de acceso elemental por parte de quienes los contemplaban.
En este proceso de catequesis era fundamental la diferenciación sencilla y la puesta en escena de un lenguaje fácil de interpretar a través de actitudes y acciones. Es inconfundible la identificación de los protagonistas sufrientes de la Pasión, resueltos con gestualidad dulce, expresando el dolor y la entrega, con los ojos llorosos e incluso con una carnación de tonos claros con la que se ponía en evidencia la perfección anatómica de los cuerpos de Cristo y de María.
Frente a ellos aparecen los sayones, que no son sino los verdugos, personajes ridículos en sus ropajes y a veces con defectos físicos, que buscan acentuar la diferencia. La exageración de los rasgos evoca a menudo la fisonomía identificada con el pueblo hebreo, en una sociedad obsesionada por la limpieza de sangre, convertida en un necesario pasaporte para el ascenso social. El efectismo histriónico consagra en la escultura de bulto a personajes vulgares, a las figuras malvadas y a quienes simbolizaban la expresión de los bajos instintos.
Esas personalidades, que no tenían lugar en la imagen devota, dan origen a un mundo de contrastes, a un repertorio de gestos y actitudes de las que no existía precedente en la escultura y que los artistas toman de los repertorios grabados de procedencia flamenca. Si tuviéramos que buscar paralelos podríamos encontrarlos en ese mundo de los retratos que Diego Velázquez (1599-1660) dedicó a los bufones de la corte española. Una galería de figuras que no respondían a la representación oficial de la familia real y de los personajes de la nobleza pero que presentaban ese buscado mundo de contrarios.
Todavía en España durante la Semana Santa se mantienen curiosas tradiciones en las que los santos parecen cobrar vida, como sucede en Astorga, donde en la madrugada del Viernes Santo, San Juan es llevado a la carrera por sus cuatro porteadores al encuentro de María, cargando el acto con una singular emoción.
Extracto del artículo de Manuel ARIAS, subdirector del Museo Nacional de Escultura (Valladolid), que forma parte del dossier del número 218, abril de 2017, que dedicamos a la imaginería religiosa y a Francisco Salzillo.