A lo largo de los siglos, infinidad de pintores, como Boltraffio, Caravaggio, Poussin, Turner, Watherhouse o Salvador Dalí, han sentido la necesidad de ofrecer su propia versión de esta historia mitológica, recogida por Ovidio en el libro III de sus Metamorfosis
El mito de Narciso ha dado origen a una amplia iconografía tanto en pintura y escultura como en textos literarios. De todas las versiones de este mito, la más conocida es la que incluye Ovidio en el libro III de sus Metamorfosis, según la cual, cuando nació Narciso, hijo de la ninfa acuática Liriope y del dios boecio del río Cefiso, el adivino Tiresias predijo a su madre que viviría hasta viejo si no se contemplaba a sí mismo. Siendo ya adolescente, Narciso contaba con numerosas pretendientes deslumbradas por su increíble belleza, a las que rechazaba por su engreimiento. Entre ellas estaba la ninfa Eco, cómplice de Zeus para engañar a su esposa Hera al distraerla hablando sin parar.
Hera la castigó a repetir las últimas palabras de aquello que se le dijera. Por este castigo, Eco, enamorada de Narciso, no podía hablarle de su amor. Un día se encontró con Narciso y este le preguntó: “¿Hay alguien aquí?”, y Eco respondió: “Aquí, aquí”. Incapaz de verla, oculta entre los árboles, Narciso le gritó: “¡Ven!”. Después de responder, Eco salió de entre los árboles con los brazos abiertos, pero Narciso la rechazó cruelmente, por lo que la ninfa, desolada, se ocultó en una cueva y allí se consumió hasta que solo quedó su voz. Sus quejas animaron a otras doncellas, también rechazadas por el insensible Narciso, a exigir a Némesis, diosa de la venganza divina, que castigara al joven.
La diosa escuchó sus demandas y, para castigarlo por su insensibilidad, hizo que un día de verano en que Narciso descansaba junto a un estanque tras una jornada de caza, viera en su superficie cristalina su rostro. Tan fuerte fue la atracción que ejerció su propia imagen, que Narciso no dejó de mirarla hasta que murió de debilidad y melancolía. Donde yacía su cuerpo, creció una flor que llevaría su nombre, como recuerdo eterno para el mundo de su fatal belleza.
Renacimiento
Ya entrando de lleno en el mundo del arte, y en concreto en la pintura, a lo largo de los siglos hay tan variadas lecturas de este mito como pintores y épocas. En el Renacimiento, en 1510, Giovanni Antonio Boltraffio toma de su maestro Leonardo la expresión del personaje, ataviado a la moda de la época, de ambigua sexualidad, los rizos sueltos y una corona de hojas. Narciso es el único protagonista, y su rostro ensimismado en su propio reflejo ocupa la mayor parte de este óleo donde el lago aparece al fondo en perspectiva.
Un siglo después, Poussin acude a este mito en Eco y Narciso (1627) para tratar uno de sus temas recurrentes, el amor imposible. Presenta a Narciso tumbado, moribundo, de cuya cabeza nace la flor que tomará su nombre y, a su lado, la ninfa Eco y Cupido con una antorcha que anuncia la muerte. El clasicismo de Poussin aporta a la obra equilibrio y serena belleza.
El pintor romántico William Turner, interesado en plasmar el poder de la naturaleza sobre el ser humano, integra la escena en un denso paisaje en su cuadro de 1804. Narciso está reclinado sobre su reflejo en el lago; escondidas entre la vegetación, Eco y otra ninfa lo observan. También el paisaje (en este caso típicamente inglés) tiene gran protagonismo en la versión de 1903 del pintor prerrafaelita Waterhouse. Narciso, con la cabeza coronada de hojas (como en la iconografía del Renacimiento) y acompañado de Eco con un carcaj, está inclinado sobre el estanque contemplando su reflejo.
Dalí y Caravaggio
Dando un gran salto en el tiempo, Salvador Dalí, uno de los mayores narcisistas de la historia de la pintura, ofrece una lectura muy personal en La metamorfosis de Narciso (1937) y expresa, en clave surrealista, su mundo atormentado y conflictivo. A la izquierda aparece el personaje reflejado en el agua, con la cabeza sobre sus rodillas. En la mitad derecha del cuadro, el espectador asiste al momento de la transformación de Narciso en una mano petrificada, llena de hormigas (símbolo de muerte), que sostiene un huevo fisurado, del cual crece y emerge un narciso, una manera de dar a entender que de la muerte resurge la vida.
Tras este recorrido por cómo se ha representado este mito a lo largo de la historia, volvemos a dar un salto en el tiempo para centrarnos en uno de los grandes maestros de la pintura, Caravaggio (Milán, 1571-Porto Ércole,1610), y su extraordinario Narciso en la fuente (1597-99). La obra fue pintada en Roma, a donde se había trasladado en 1592, superados ya los duros comienzos en los que tuvo que sobrevivir con trabajos como pintar flores y frutas en el taller de Giuseppe Cesari, artista de cámara del papa Clemente VIII. Caravaggio, empeñado en hacerse un nombre en la Ciudad Eterna, deja este taller, y gracias a los contactos de artistas bien situados, como Prospero Orsi, logra abandonar los ambientes marginales y bohemios, que, aunque tanta mala fama le dieron, contribuyeron a su increíble captación de la “realidad”.
Sus cuadros de temática tanto profana como religiosa atrajeron la atención del que sería su mecenas, el cardenal Francesco Maria del Monte, en cuya residencia –el palacio Madama– vivió entre 1597 y 1601, periodo en el que se convertirá en el pintor más importante de la ciudad. Durante esos años experimenta con la luz, sus fondos se oscurecen y surge su estilo tenebrista, con agudos contrastes entre las zonas iluminadas y los fondos en penumbra que definen los volúmenes de las figuras y de los objetos representados. Por otro lado, se interesa por dar a sus figuras el mayor realismo posible.
Este óleo, aparentemente sencillo, tiene un único protagonista: el Dios que se enamoró de su reflejo en el agua. De todos los lienzos señalados anteriormente, es con el de Giovanni Antonio Boltraffio con el que guarda mayor relación, tanto en la sencillez iconográfica como en la composición. Algo lógico, ya que Caravaggio en sus inicios participa del final del Renacimiento y el manierismo, aunque enseguida preferirá desarrollar su propio estilo, dejándose llevar por sus apasionados sentimientos y por su vital captación de la realidad.
Caravaggio realiza un peculiar tratamiento del mito y muestra también muchos de los rasgos característicos de su obra. Así, como es muy habitual en él, presenta la escena en el momento de mayor intensidad emotiva. En un ambiente oscuro, un joven Narciso se ha inclinado para beber agua, enamorándose fatalmente de su reflejo.
El protagonista, prácticamente de tamaño natural, ocupa casi toda la superficie del lienzo, para representar más vivamente la realidad y hacer partícipe al espectador de esta escena, algo, por otra parte, muy propio de Caravaggio. Otra característica de este artista, que siempre buscaba un gran naturalismo, era mostrar a sus personajes con ropas de su época, en este caso un jubón ricamente bordado, amplias mangas y un pantalón verde esmeralda. La selección de los elementos que configuran la escena es sombría, esencial, muy distinta de otras composiciones iconográficas que presentaban la escena en paisajes exuberantes y luminosos y con elementos alusivos a la leyenda, como la ninfa Eco, el carcaj o las flores alrededor del estanque.
La ausencia absoluta de otros elementos de referencia hace que todo gire alrededor del drama de Narciso, el joven perdido en la contemplación de sí mismo. La originalidad compositiva de Caravaggio ha creado dos espacios bien diferenciados y de igual tamaño: en la parte superior, la figura aparece fuertemente iluminada por una luz dorada, intensa y llena de dramatismo, mientras el fondo permanece en absoluta oscuridad. Narciso, de perfil, pleno de belleza y juventud, con arrugas en la frente que dejan patente su concentración, aparece agachado en un intenso escorzo, destacando por su gran luminosidad la rodilla, que constituye el centro de la composición, detalle que tomó Dalí para su obra La metamorfosis de Narciso. En la parte inferior se muestra su reflejo en penumbra, en el que ha hecho mella el paso del tiempo y ha desaparecido la belleza y juventud de Narciso. Así, Caravaggio amplía en esta obra el tema de Narciso, y no solo presenta al joven obsesionado por su hermosura, sino que plantea toda una reflexión sobre el paso del tiempo y la fugacidad de la belleza.
Carla TORRES