Este óleo, encargado por Carlos V hacia 1550-51 y que se llevó con él a su retiro en Yuste, se exhibe ahora a la entrada de la puerta de Goya del Museo del Prado. La obra describe la visión que tienen los bienaventurados de la Gloria, aunque en este caso, el pintor utiliza una composición inusual y una compleja iconografía para mostrar el juicio particular al que será sometido el emperador y su esperanza en que su alma goce de la gloria eterna
En 2017 se han conmemorado los quinientos años de la llegada del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Carlos V a España, donde fue nombrado rey como Carlos I, dando lugar a la implantación de la dinastía de los Habsburgo en el trono español. Para conmemorar esta efeméride, durante el año pasado se han celebrado distintas exposiciones o conferencias, se han publicado libros o se han estrenado series de ficción con el fin de divulgar y actualizar el conocimiento de este carismático monarca que consiguió reunir uno de los imperios más grandes conocidos hasta el momento.
Como homenaje y broche final a esta celebración hemos decidido dedicar este artículo a analizar el lienzo La Gloria de Tiziano (Tiziano Vecellio, Pieve di Cadore, h. 1477-Venecia, 1576), un cuadro de gran tamaño situado a la entrada de la puerta de Goya del Museo del Prado, una obra, por otra parte, no demasiado conocida pese a su interés y compleja iconografía. Como curiosidad, el último premio planeta, Javier Sierra, ha reconocido su interés por este cuadro desde muy joven y ha confesado que fue una de las razones para escribir El maestro del Prado, un libro que ha alcanzado gran éxito y que intenta explicar las claves ocultas de las obras maestras de la pinacoteca nacional.
Este óleo de Tiziano fue la última imagen que quiso contemplar Carlos I en el momento de su muerte en el monasterio de Yuste, a donde se había retirado, tras su abdicación en su hijo Felipe II, para vivir en profunda religiosidad sus últimos años, ya que estaba “obsesionado” con su muerte y con la salvación de su alma.
La Gloria es una obra muy compleja, encargada por Carlos V a Tiziano en Habsburgo hacia 1550-51 y que finalizó en octubre de 1554. Fue el pintor favorito del emperador, mantuvo con él una estrecha relación durante veinte años y le nombró caballero de la Espuela de Oro y conde de palatino por sus servicios.
El óleo está inspirado en la obra la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona (compuesta por 22 libros, 412-426), que describe la visión que tienen los bienaventurados de la Gloria. Aunque en este caso, el pintor utiliza una composición inusual (que como ya apuntara Gronau obedecía a las precisas instrucciones del emperador) para describir el juicio particular al que será sometido Carlos V y su esperanza en el destino de su alma antes de gozar de La Gloria.
En primer lugar distinguimos dos espacios bien diferenciados. Uno, que ocupa la mayor parte del lienzo, representa el mundo mitológico-religioso, y el otro, en la parte inferior, muestra el tiempo real o terrenal representado por un paisaje bucólico poblado por diminutas figuras de peregrinos sorprendidos ante el maravilloso espectáculo o milagro que se está desarrollando sobre sus cabezas: un resplandor –La Gloria– que “abre” el cielo para mostrar a la Santísima Trinidad rodeada por una nube de angelitos, que ocupa el extremo superior de un ovalo que organiza la composición.
Tiziano, que como decíamos antes, recibió instrucciones precisas de Carlos V sobre el contenido del lienzo, utilizó una fórmula ajena al mundo italiano, pues solo aparece en Italia después de la Gloria y por influencia suya. Así, Tiziano presenta a la Virgen de pie, cuando lo habitual era presentarla sentada en su trono, y tras ella san Juan Bautista, los dos intercesores por excelencia, entre Dios y los hombres.
La importancia de la Virgen sobre los demás personajes se manifiesta compositivamente y cromáticamente, al ser la única figura que camina humildemente hacia la Trinidad y se gira hacia ellos, y viste con un gran manto azul como el color de las vestiduras que portan el Padre y el Hijo.
Otra nota que aporta Tiziano es la representación de la Trinidad bajo el aspecto de dos personajes casi idénticos, exceptuando el minúsculo crucifijo que remata el globo de Cristo, sentados simétricamente en sus tronos con la paloma del Espíritu Santo entre ellos. Este principio de identidad había prevalecido desde el siglo XII hasta el XIV, pero los artistas de los siglo XV y XVI –incluidos los ilustradores de la Ciudad de Dios–, distinguían siempre al Padre del Hijo por su edad y sus atributos, como la corona imperial o la tiara papal que se reservaba exclusivamente para Dios Padre.
Por debajo de ella se reconocen, por sus atributos, a personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. En primer plano y de izquierda a derecha, el personaje cubierto con un turbante representa a Ezequiel, el profeta del Juicio Final, con su águila y sosteniendo un papel donde está la firma de Tiziano. Ezequiel no representa, como se le ha atribuido en ocasiones erróneamente, a San Juan Evangelista, sino a Ezequiel, el profeta del juicio final, por el turbante y su águila: “Un gran águila, de enormes alas llenas de plumas de todos los colores se abatió sobre el Líbano“ (Ezequiel 17,3). Moisés, quien porta las tablas con los Diez mandamientos; Noé, que alza una pequeña Arca en la que se ha posado una paloma con una rama en el pico con gesto vehemente, o el rey David, reconocible por su capa ribeteada de armiño y que toca una especie de arpa. El personaje femenino, vestido de verde y de espaldas, que se encuentra junto a David, tampoco representa a la Magdalena, sino a la sibila Eritrea, que como Ezequiel estaba especializada en la escatología. Sus profecías se referían al Fin del Mundo y al Juicio Final. Los personajes situados encima y detrás de estas figuras del primer plano son profetas. En la esquina superior derecha, protegido por ángeles, se encuentra el emperador y su familia, envueltos en sudarios, descalzos y en actitud suplicante, ante la Trinidad, como humildes mortales. Aparecen con sudarios y no con ricos ropajes porque quieren ser considerados almas resucitadas que imploran la salvación.
Resulta muy significativo comprobar junto a qué familiares quiso presentarse el emperador ante la Trinidad, destaca las ausencias de su hermano Fernando y su sobrino Maximiliano como consecuencia de la crisis desencadenada por la sucesión imperial entre Fernando y Felipe en la reunión de Augsburgo de 1550-51, cuando se encargó la pintura.
El emperador, fácilmente reconocible, con su mentón prominente envuelto en una sábana blanca inmaculada tiene la mirada puesta en Cristo, desprovisto de atributos reales, sin corona, ni joyas, solo ante la muerte. Carlos I está junto a su difunta esposa Isabel de Portugal, atrás y ligeramente más abajo, sus hijos Felipe II y Juana junto a sus hermanas María de Austria (reina consorte de Hungría) y Leonor (reina de Francia y Portugal).
Sus gestos y posturas son también muy significativas, Carlos I no porta corona en la cabeza sino que la doble corona del Sacro Imperio está apoyada al lado de su pierna arrodillada, una corona a la que iba a renunciar casi en la misma fecha en que se ha realizado el cuadro. No toda la familia está en la misma actitud y postura frente a la visión de la Trinidad. Carlos, Felipe y Juana están arrodillados y con las manos juntas en acto de venerar con sus plegarias a la divinidad. La emperatriz tiene los brazos cruzados en el pecho porque ya había fallecido por lo que está excusada de llevar velo. Además, por este motivo también muestra un contacto con lo divino, ya que el ángel apoya su mano en la espalda, hecho que nos recuerda una actitud clásica en la tradición iconográfica veneciana en la que los santos acompañan a sus protegidos. Un recurso que ya había utilizado Tiziano en otras obras religiosas.
Siguiendo con los personajes representados, el pintor incluye discretamente su propio autorretrato como un anciano barbado, justo debajo de la familia orante de Carlos V. Está acompañado de otro anciano, Pietro Aretino, escritor y entusiasta de Tiziano, cuyos escritos contribuyeron a aumentar el prestigio del pintor y también debajo de ellos y con aspecto de Job, aparece el retrato de Francisco de Vargas, embajador imperial en Venecia, incluido a petición de Vargas pero con la condición de que se podía borrar si al monarca no le gustaba.
Tiziano, que será el principal representante de la escuela veneciana desde los primeros años de siglo XVI, irá consiguiendo desmaterializar los objetos en luz y color hasta su etapa madura. La Luz, el color, el dinamismo, las delicadas modulaciones cromáticas características de su estilo están presentes en este lienzo. Es un tema religioso que Tiziano trata, como solía hacer, de una manera solemne y colorista.
La Gloria, que evoca una aparición celestial, muestra un sentido ascendente desde la tierra al cielo y técnicamente lo expresa dando a cada nivel de realidad un estilo diferente; desde el nivel más realista, con pinceladas detalladas, hasta ir diluyendo las formas a medida que nos acercamos al espacio divino, donde una increíble bruma dorada aporta a los cuerpos sólidos un aspecto inmaterial. El carácter visionario de la composición queda resaltado mediante la luminosidad de los colores y la utilización de una variada gama y toques contrastados de color como el azul, el verde musgo o el marrón.
La composición en ovalo resalta las figuras del primer plano con marcados escorzos que adelantan el barroco. Mientras que las figuras monumentales de la parte inferior, como David o Moisés, definen el aspecto ascensional y revelan la influencia de Miguel Ángel y de la Antigüedad clásica.
Este magnifico y elocuente lienzo –La Gloria–, tras la muerte de Carlos I, fue mandado llevar al Escorial por su hijo Felipe II, al igual que sus restos mortales, y permaneció allí hasta que en 1837 ingresó en el Museo del Prado.
Carla TORRES