La inspiración del artista en el llamado “arte negro”, tema largamente tratado en la historia del arte moderno, da pie a una gran exposición en el Musée du Quai Branly de París. Realizada en colaboración con el Museo Picasso de París, la muestra hace un recorrido por la carrera del pintor, estableciendo paralelismos entre varias de sus obras y piezas de África, Oceanía, América o Asia: objetos que conoció de primera mano, y que le revelaron la mirada mágica y pulsional de las culturas “primitivas”. Hasta el 23 de julio
A las reiteradas preguntas de críticos y periodistas sobre su relación con el arte primitivo, Picasso negó insistentemente durante buena parte de su vida tener algo que ver con él. Si hacemos caso de su testimonio, habría pintado Las señoritas de Avignon sin conocer el arte africano (“¿El arte negro? ¡No lo conozco!”). Sin embargo, ya lo dijera en un tono irónico o provocador, no consiguió disimular la evidente afinidad con la sensibilidad de culturas no occidentales que caracteriza buena parte de su obra, sobre todo en su periodo cubista.
Lo cierto es que el entusiasmo por el arte no europeo era un asunto muy extendido entre los artistas de aquellos primeros años del siglo XX; era algo que flotaba en el ambiente. Cansados de los temas y del tratamiento formal tradicionales de las décadas precedentes –que consideraban sentimentales, burgueses, banales–, y deseosos de alcanzar una visión auténtica de la creación y de la vida, de llegar a su esencia misma, encontraron en los objetos de culto y en la cultura material de las civilizaciones extraeuropeas –consideradas más primarias, más espontáneas– la fuente de inspiración para sus propias obras. Entre ellos, Maurice de Vlaminck o André Derain, de los primeros en coleccionar máscaras y fetiches africanos e introducirlos en los círculos artísticos del París de la época. Precisamente en el taller de Derain, Picasso, acompañado por su entonces amigo Henri Matisse, vio por primera vez aquellos objetos. En la misma época, en 1906, visitó la famosa exposición de arte ibérico del Louvre, que inspiró sus esculturas precubistas. Y poco después, en 1907, adquirió su primera obra no occidental, un tiki de las islas Marquesas. Fue el mismo año en que descubrió el Museo de Etnografía del Trocadero, con sus piezas coloniales amontonadas en los pasillos, descubrimiento que le fascinó enormemente y que suele considerarse como el verdadero punto de partida de esta historia.
Se trata sólo de algunos de los muchos indicios que contradicen las declaraciones del artista y que apuntan a que, en realidad, el arte primitivo tuvo un papel muy relevante en su evolución artística. Junto con otros tantos documentos, visuales y escritos (objetos, cartas o fotografías), componen un potente aparato crítico, el que respalda el planteamiento que propone Yves Le Fur, conservador del Musée du Quai Branly de París. Presentada de forma cronológica, la investigación da cuenta de forma sumamente detallada de todas las conexiones que los unen, y para ello se apoya en hechos “fácticos”: en la presencia continuada de estos objetos, que conoció directamente –a través de sus amigos marchantes y coleccionistas o de las exposiciones que visitó–, y que incluso coleccionó. Muchos de ellos los conservaría a lo largo de toda su vida, trasladándolos de taller en taller, y en la exposición podemos seguir su rastro gracias a una (muy pedagógica) marca roja en las fotografías que los reproducen.
Esta cronología constituye la primera de las dos grandes secciones que componen la exposición. La segunda, aún más amplia, presenta una puesta en escena paralela de piezas de Picasso y de arte primitivo, como un pequeño juego que deja al espectador la libertad de reconocer las semejanzas. El diálogo establecido, fundamentado en una antropología del arte más que en un simple análisis formalista, se organiza en este caso de manera temática, en tres apartados (Arcaísmos, Metamorfosis y “El ello”) que demuestran cómo tanto el uno como los otros resolvieron plásticamente ciertas problemáticas de manera muy similar. Lo que prueba, entonces, que esas problemáticas subsisten más allá de las fronteras espacio-temporales, revelándose universales.
Dicho lo cual, no deja de presentarse la cuestión de si es lícita la musealización de estos objetos, con la dimensión estética que conlleva su presentación. Más allá del logro que supone haber conseguido la introducción de estas piezas “marginales” en la historia canónica del arte, subsiste cierta estetización y fetichización de una cultura material que, en su origen, no tenía vocación artística. ¿Se trata de una traición a su intención y a su naturaleza originales, de una tergiversación posterior de la Historia? De esta cuestión ya se ha encargado la teoría poscolonial. Se podría decir que, al menos, el hecho de que en este caso el autor del relato sea la institución que acoge las artes primitivas aporta una lectura distinta, más justa y menos invasiva, que en el caso contrario, el de la institución dominante como agente del discurso.
Y es que ya el propio Picasso rechazaba la interpretación que muchos de sus coetáneos hacían del arte africano, que se aproximaron a él desde una perspectiva distinta, ensalzando ante todo sus cualidades materiales, la que consideraron una “nueva belleza”. Precisamente lo que le interesó a Picasso fue lo contrario, una “nueva fealdad” que se presentaba ante sus ojos. “Detesto el exotismo”, llegó a decir. Lo que le atrajo de estos objetos no era del orden de lo sensorial, de lo visible, sino de lo mágico y de lo sagrado. Era el poder de transformación que ejercían sobre el individuo. La vuelta a los orígenes y la exploración de las fuerzas del inconsciente. El acceso a las capas más profundas e íntimas del ser humano que estas piezas eran capaces de despertar.
Beatriz SÁNCHEZ SANTIDRIÁN