El viajero inmóvil, este breve y sugerente título, compuesto por una bella antítesis, es el elegido por el fotógrafo Chema Madoz para ofrecernos una insólita mirada de Asturias en una exposición abierta al público, primero en el espacio de Conde Duque (Madrid) desde el 9 de febrero al 16 de abril; posteriormente en el Museo de Bellas Artes de Asturias, desde el 10 de junio al 3 de septiembre
Podríamos pensar que el título es una reveladora paradoja para captar la atención. Puede que también lo sea. ¿Se puede representar un espacio geográfico y cultural sin recorrerlo? Hace años me preguntaba si un escritor, como artista de la palabra, sin haberla conocido físicamente, puede representar mejor una ciudad que una persona que conoce la ciudad pero no es un escritor. Que juzgue el espectador de esta exposición si Chema Madoz (Madrid, 1958) ofrece o no una imagen más esclarecedora y singular de Asturias que la que pueda proporcionarnos algún nativo de esta comunidad.
Por otra parte, en esta época de consumo sin fin en la que la experiencia de viajar se ha democratizado y degenerado en turismo de masas, Chema Madoz nos está ofreciendo una alternativa al alcance de la mano de cualquiera, viajar con la imaginación. Ya lo decía Pascal: “Todos los infortunios de los hombres derivan de una sola cosa: no saber quedarse tranquilos en una habitación”.
Poética de la imagen descubierta
Chema Madoz construye escenas donde confluyen objetos que parecían destinados a no encontrarse nunca y luego las fotografía. Se diría que el artista juega, combina y asocia objetos que nuestra imaginación tal vez nunca concibió revelando aspectos inéditos, descubriendo imágenes, sensaciones y pensamientos inesperados. Es una variación fotográfica de la poética surrealista del objeto encontrado, anticipada por el poeta Lautréamont cuando declaraba que algo era “bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas”.
En este sentido se podría afirmar que son metáforas visuales. Con ello lleva a cabo una de las funciones del arte: alterar y renovar la percepción de lo cotidiano e invitarnos e incitarnos a mirar y pensar de otra manera lo que nos rodea.
La vanguardia de la tradición
El arte de Chema Madoz es vanguardista y, en particular, surrealista, en tanto que se vale de una variante de la poética del objeto encontrado que hemos denominado “la imagen descubierta”. ¿Pero es que acaso las imágenes no se ven para que además haya que descubrirlas? Las imágenes, en efecto, son una de nuestras puertas de acceso cognitivo al mundo, pero las fotografías de Chema Madoz nos interpelan de otro modo: en sus encuentros y asociaciones imprevistas se nos revela y descubre lo que permanecía mudo de esos objetos. El mundo de su obra se asemeja al de Joan Brossa, que ha sido definido como “poesía visual”. Poesía en tanto que es una creación y no naturaleza, en tanto que es una construcción humana con una intencionalidad. Ambos mundos, el de Brossa y el de Madoz, coinciden en inspirarse en la poética surrealista del objeto encontrado, en su dimensión lúdica, transgresora y reveladora de las convenciones con las que se articula la realidad.
Pero la obra de Chema Madoz es más “clásica” en la forma de elegir las perspectivas de las composiciones, que suelen ser ordenadas, regulares, geométricas, proporcionadas, simétricas… Y, por otro lado, acostumbra a valerse del blanco y negro, que ofrece un aspecto intemporal. Por ejemplo, todas las fotografías de la serie El viajero inmóvil están positivadas en blanco y negro sobre papel baritado virado al sulfuro. Así pues, se podría afirmar que la obra de Chema Madoz se inscribe dentro de la vanguardia de la tradición. Ciertamente, no es posible salirse por completo de la tradición, como no es posible burlarse del arte sin hacer arte o desprenderse de la razón sin uso de la razón. Lo que sutil e inteligentemente hace Madoz es arremeter contra la tradición artística desde la propia tradición, recreándola, ampliándola, ensanchándola, enriqueciéndola.
Sin títulos: que la imaginación vuele
Curiosamente, Chema Madoz no elige títulos para sus composiciones y fotografías. Por un lado esta decisión presenta el inconveniente de que no nos señala la perspectiva por la cual adentrarnos en la obra, cuando quizá nadie mejor que el propio autor para indicarnos este camino. Pero, por otro lado, al no elegir un título no delimita el espacio interpretativo del espectador, permitiéndole mayor autonomía y libertad.
La sonrisa cómplice
Para que una obra cumpla la función con la que fue creada por el artista, si es que esto no obedece también a motivos inconscientes y desconocidos hasta para él, se requiere que tenga lugar un buen encuentro entre el espectador y la obra. ¿Cómo sabemos que ha tenido lugar un buen encuentro entre estos? En el espacio infinito del arte no hay certezas, se camina a tientas. Pero un buen indicio es la sonrisa cómplice. La sonrisa cómplice es signo de que se ha iluminado la comprensión, de que se ha visto lo que acaso no es visible. Por eso junto con el logos (palabra, lenguaje, razón) es un rasgo específicamente humano. Cuando nos adentramos en El viajero inmóvil se hace el silencio frente a las imágenes: el único ruido que se tolera es el de las sonrisas cómplices.
Sebastián GÁMEZ MILLÁN