Un siglo después del estreno de esta obra en Madrid con Margarita Xirgu, el teatro Fernando Fernán Gómez de la capital presenta una versión dirigida por Jaime Chavarri, donde Victoria Vera da carne y alma a esta princesa judía. Hasta el 3 de abril podremos disfrutar de una de las Salomé más sutil, compleja y seductora. Además también hacemos un repaso por cómo han visto a este personaje bíblico los artistas a lo largo de la historia del arte
Sarah Bernhardt, la gran actriz francesa que hubiera estrenado Salomé de no haberla prohibido la censura inglesa en junio de 1892 por contener personajes bíblicos, dijo que las palabras debían caer como perlas en un disco de cristal. Es sin duda una oportuna descripción del lenguaje poético wildeano, que halla en esta “trágica hija de la pasión” un asunto en el que utilizar todos sus infinitos y deslumbrantes recursos.
Pero la historia de Salomé –historia fantaseada, pues apenas transmiten nada las escasas fuentes, los evangelistas Marcos y Mateo y el historiador judío-romano Flavio Josefo, del siglo I– no empieza como un tema literario suntuosamente elaborado que atrae nada menos que a Heine, Mallarmé o Flaubert –de quien toma Wilde de forma aproximada el nombre pseudohebreo “Yokanaán” para su san Juan Bautista– y ejerce su máxima fascinación en la época del simbolismo y el decadentismo.
Antes, ha tenido una larga historia en las artes plásticas, desde unos inicios toscos e ingenuos ya a partir del siglo VI –ligado al culto al Bautista y a su iconografía– hasta las concepciones entre lo exquisito y lo morboso propias de las últimas décadas del XIX, pasando por las espléndidas figuraciones del Renacimiento y el Barroco, en las cuales las escenas del banquete de Herodes y la danza –en la Edad Media acrobática y juglaresca y en el Quattrocento ligera y graciosa– van dejando paso desde el XVI a la imagen de Salomé generalmente sola y con la cabeza del santo en la bandeja, de la que a menudo aparta el rostro como si no pudiera soportar tan cruenta visión, como en la de Bernardino Luini (Museo del Prado), en relación con la cual el crítico René Dumesnil habló de “encanto pérfido, en el extremo del vicio y de la gracia; virgen equívoca”, palabras que reflejan más el ambiente fin-de-siècle que el talante del discípulo de Leonardo. En esta época los pintores se deleitan además en el contraste entre la cabeza cortada y la de Salomé, en la que cifran un ideal de belleza clásica.
Lo que tiene Wilde del mundo del simbolismo y el decadentismo es quizá más de forma que de fondo: como en la mayor parte de sus textos, exhibe un preciosismo de lenguaje, una catarata de imágenes verbales que se corresponden en buena medida con las visuales de los óleos y acuarelas de Gustave Moreau –el punto de inflexión en la década de 1870 y donde halla su más alta expresión un orientalismo fantástico y abigarrado–, su más directo inspirador a través de Joris-Karl Huysmans y A contrapelo (1884), la obra más influyente del decadentismo francés.
En el contexto del arte simbolista y decadente, la figura de Salomé adquiere una dimensión singular como plasmación del mito de la mujer fatal –reflejo de la misoginia de la época–, una belleza maldita que trae la destrucción, en cambio la versión de Wilde, su protagonista es vista casi como una víctima, una “trágica hija de la pasión”, como hemos dicho antes.
La síntesis de las artes propugnada por los nuevos estilos finiseculares culmina en el concepto de obra de arte total que Wagner se propuso realizar en sus óperas fundiendo música, texto, artes plásticas, interpretación y danza y dirigiéndose a un tiempo a los sentidos, a las emociones y al intelecto. La correspondencia simbolista entre las percepciones lleva a Wilde a proponer que para Salomé se instale un pebetero en el foso: habla de “nubes aromáticas que se eleven y velen parcialmente el escenario de vez en cuando”, y disfrutar así de “un nuevo perfume para cada emoción”, pero alguien más pragmático le replica que no se puede ventilar el teatro entre dos emociones. El interés y casi obsesión por la figura de Salomé hecha mito la hace idónea para encarnar esos nuevos ideales.
En una carta de Wilde a Alfred Douglas de junio de 1897 –la misma en la que constata que el estreno de Salomé en París en febrero del año anterior ha cambiado las tornas a su favor en cuanto a su trato en prisión por parte del Gobierno– explica que los motivos conductores recurrentes convierten el texto literario en algo parecido a una pieza musical y lo unifican como el estribillo de una balada, y manifiesta la importancia que para él tenía la obra: dice que él toma el drama y lo convierte en un modo de expresión tan personal como la lírica o el soneto, al tiempo que enriquece la caracterización de la escena y amplía, al menos en el caso de Salomé, su horizonte artístico.
La obra se estrenó con gran éxito en París en 1896; en Londres hubo una representación privada en 1905, pero la pública tuvo que esperar a 1931 (la ópera de Strauss se había estrenado en el Covent Garden en 1910). El compositor había asistido al estreno privado del montaje dirigido por Max Reinhardt en Berlín en 1902, que le inspiró la ópera homónima, estrenada en Dresde en 1905.
La historia de la princesa judía se ha visto constantemente perseguida por el escándalo y la prohibición, desde la ópera Herodías (1881) de Massenet hasta los decorados de Dalí para la de Strauss en 1947, pasando por Maud Allan, el propio Reinhardt y Diaghilev, que presentó la Danza de Salomé con Ida Rubinstein en 1908. Margarita Xirgu estrena la obra de Wilde en Barcelona en el Teatre Principal (1910), pero echan a la compañía del teatro y se tienen que ir al Teatre Nou del Paralelo, dedicado al vodevil; en Madrid (1914, Teatro de la Princesa, hoy María Guerrero) tuvieron una crítica feroz. Más suerte tuvo el montaje vanguardista de Alexander Tairov en Moscú en 1917, con escenografía y trajes cubofuturistas de Alexandra Exter. En el siglo XX, además del dominio del ballet, el tema llegará al cine, desde las versiones de Theda Bara (1918) y Ada Nazimova (1923) hasta la de Rita Hayworth en 1953.
En el presente montaje, la elección de la música compuesta por Richard Strauss para la danza de los siete velos de su ópera enriquece aún más esta aproximación, tan deliberada en Wilde; las dos breves ráfagas del comienzo y del final unifican el conjunto y contribuyen a que la danza no parezca un collage, como en su momento se criticó a Strauss. Hay que destacar también el acertado añadido de las salmodias hebreas que entona Yokanaán por iniciativa de su intérprete, el excelente actor José Carlos Illanes.
La soberbia interpretación de Victoria Vera interrumpe la “tradición“ de la Salomé perversa que parecía obligada desde las ilustraciones de Aubrey Beardsley a la primera edición inglesa e incluso desde Moreau, una versión que recoge y amplifica el tema de la mujer fatal pero que no es sino una posibilidad entre muchas, mientras que la visión de Wilde es mucho más compleja con sus múltiples estratos de significado, al incidir en algo mucho más interesante, las contradicciones que pueden bullir en lo más hondo del alma humana. En sus cartas y en testimonios diversos dice cosas distintas y contrapuestas –desde la “lujuria infinita” hasta la “llama de la fe”– sobre su concepción del personaje; eso deja abierta la interpretación no sólo del lector y del espectador sino de la propia actriz y multiplica la riqueza de sugerencias del texto.
Conviene, pues, ir más allá del nivel de la misoginia y el miedo masculino a la mujer, desde luego presentes en la época. Hay algo profunda y dolorosamente humano, universalmente humano, en la tragedia de amor y odio de Salomé, en su deseo, no sólo carnal como muchas veces se cree, sino revelador de un confuso anhelo espiritual de algo que ni siquiera alcanza a comprender, en parte por haber vivido siempre en un entorno dominado por la corrupción, la concupiscencia y el ejercicio brutal del poder. Y es que Salomé, además de ser una obra sobre el amor y la muerte, es una obra sobre el poder.
En esta puesta en escena, excelente de ritmo, pródiga en intensidad dramática y capaz de acumular la tensión prescindiendo de efectismos vulgares, cada Leitmotiv se va adensando conforme se aproxima el desenlace, no por conocido menos escalofriante. Uno de ellos es el de los presagios que invocan varios personajes; otro, el siniestro batir de alas gigantescas que cree oír Herodes. Otro es la luna, cuya luz, que según Wilde debía proyectar “un extraño y oscuro dibujo en el cielo” y es una especie de contrafigura de la protagonista –quien la califica de “fría y casta”–, tanto que, según decía Sarah Bernhardt, para Wilde el papel principal era el de la luna. También es de destacar la interpretación que hace Manuel de Blas de Herodes, un personaje al que ha dotado de una gama extraordinaria de matices, que navega entre el nepotismo a la ternura, o entre la locura y la razón.
Al final, Salomé, entre el triunfo y la amargura, será casi únicamente voz, es decir, música, y el círculo se cerrará: su muerte completa y culmina la de Yokanaán. Pero antes bailará la danza de los siete velos. Victoria Vera cuenta con una formación seria en ballet clásico y Ricardo Cué, figura de referencia internacional en el mundo de la danza, aprovecha estas cualidades en una coreografía arrebatada, sensual e imaginativa.
En esta interpretación se ha evitado el tópico de convertir a Salomé en una lujuriosa malvada y sádica o en una boba manipulada por su madre, como en la película protagonizada por Rita Hayworth, donde se convierte la historia en una ingenua leyenda cristiana. Victoria Vera ha sabido entender esto y lo ha hecho de una manera a un tiempo intuitiva y racional, con el espléndido resultado que era de esperar. Los interesados en conocer más a fondo a este personaje creado por Wilde o sobre la representaciones pictóricas de este mito, pueden hacerlo en la revista Descubrir el Arte, número 205, ahora en los quioscos.
Oscar Wilde, Salomé, Teatro Fernán Gómez-Centro Cultural de la Villa (Madrid). Hasta el 3 de abril
María CÓNDOR