Pintor del agua y de lo efímero, maestro del color, Claude Monet liberó la pintura de convencionalismos y rigideces academicistas con su deseo de plasmar el instante, la atmósfera y la interacción de la luz y las formas. Recordamos al impresionista por excelencia
Monet cumpliría el 14 de noviembre 176 años. Aprovechamos el aniversario para recordar al impresionista por excelencia y precursor de la pintura abstracta. El francés nunca se apartó del impresionismo, movimiento al que, sin pretenderlo, cedió el nombre de una de las obras: Impresión. Sol naciente que mostró en la exposición del 15 de abril de 1874 (la primera impresionista) en el estudio del fotógrafo Nadar. El crítico Louis Leroy hizo suyo el término impresionismo en una demoledora crítica y de esta forma dio nombre a un movimiento que revolucionaría la pintura.
La intención de Claude Monet (París, 1840-Giverny. 1926) era plasmar la experiencia, por eso se apoyó en una pincelada muy libre y abrió su paleta a un nuevo colorido convirtiéndose en uno de los grandes maestros del color de la vida moderna. Francisco J. R. Chaparro, en un artículo publicado en Descubrir el Arte 178, defiende con claridad su trascendencia: «El decurso del arte no habría sido el mismo sin él. Reivindica por primera vez –y por encima del resto de impresionistas– la fluidez del tiempo, así como la idea de repetición y, sobre todo, la percepción ‘retiniana’ de la luz y sus reflejos».
Monet fue el pintor del agua (Manet le llamó el Rafael del agua) y de lo efímero. Sentía predilección por determinados temas (escenas marinas, bosques, amaneceres, crepúsculos…), pero sobre todo lo que le interesaba era captar el ambiente, aunque eso supusiera el detrimento de la nitidez de las figuras y objetos. No buscaba solo lugares que le inspiraran, su objetivo era transcribir en el lienzo lo que la visión le sugería. En su artículo, Chaparro lo expone claramente: «Monet se apoya en el interés por lo cercano para renunciar al tema, entendido como relato que enhebra secuencialmente la pintura de parte a parte, para centrarse en cambio en el instante. Y no en el instante narrativo, en el suceso, sino en el instante como fenómeno visual al que la percepción artística rescata de la imperceptibilidad de la fluidez del tiempo». El pintor volvía una y otra vez sobre el mismo motivo, pero sometido a distintas luces y condiciones atmosféricas. Lo hizo a lo largo de toda su trayectoria: en París a finales de los años 70 se enfrentó a la estación Saint-Lazare a distintas horas y desde diferentes puntos de vista; de vistas al Tamesis realizó entre 1899 y 1901 treinta y siete pinturas, en todas ellas el protagonismo es de la luz filtrada a través de la bruma; también repitió los almiares, la catedral de Rouen o los nenúfares del estanque de Giverny.
Sus escorzos y sus vistas desde arriba recogen la influencia que ejercieron sobre los pintores congregados en París en la década de 1860 las estampas japonesas. Claude Monet fue un pintor valiente en las composiciones, y con una gran energía, determinación y recursos. Se hizo construir un barco-taller (como ya lo había hecho Daubigny) con el que se mezclaba con la naturaleza y alcanzaba puntos de vista inéditos e imposibles desde la orilla; cuando pintaba acantilados tampoco se conformaba con cualquier perspectiva, buscaba las de acceso difícil, y en una ocasión cavó una zanja en su jardín para poder seguir pintando al aire libre el lienzo de gran formato con el que trabajaba.
Para él, pintar al aire libre era un compromiso con la verdad; parte de sus cuadros los terminaría en el estudio, pero su objetivo era siempre retener los efectos de la luz y el tiempo sobre la naturaleza o sobre la ciudad. Quiso plasmar la modernidad de París y su transformación por el proceso industrial. Además de la citada serie de la estación Saint-Lazare, son buenos ejemplos las vistas de Boulevard des Capucines, donde las figuras se desdibujan y el detalle se pierde frente a la atmosfera general, o La Rue Montorgueil, que ofrece la visión distante de una escena urbana que celebra la república. Monet hace que el color vibre con la pincelada.
Su manera de enfrentarse a través de la pintura a la realidad, ya fuera urbana o de la naturaleza, le llevó a las puertas de la abstracción. En su captura de la interacción de la luz y las formas, disolvía el todo en fragmentos, desdibujaba los objetos y los hacía fundirse con el horizonte nebuloso, y utilizaba de una forma novedosa el color y la pincelada. Hay numerosos ejemplos de esa cercanía a la abstracción a lo largo de toda su larga y prolífica carrera (Amapolas, de 1873, o El Puente de Charing Cross, 1899), pero queremos detenernos en el último Monet y en sus nenúfares. El pintor francés trabajó de forma obsesiva sobre los nenúfares de Giverny durante dos décadas -no solo pintándolos, también cultivándolos-, les dedicó más de 200 pinturas y los paneles para la Orangerie. Utiliza una técnica suelta y libre. Los trazos son abocetados, repetitivos, sinuosos. Recoge los reflejos cambiantes de la superficie del agua con una espontaneidad sin precedentes. No hay horizonte, ni cielo, el pintor se concentra en el estanque y ofrece una superficie informe sobre la que el espectador, como señalan desde el Museo de Orsay a propósito de una de las obras (Ninfeas azules, h. 1916-19), «debe realizar un esfuerzo óptico y cerebral constante para reconstituir el paisaje evocado». Su pincelada está completamente alejada de la descripción de las formas. Precisamente sobre este tema, Monet y la abstracción, versó una exposición en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid en 2010 en la que la obra del impresionista francés se relacionó con la de artistas como André Masson, Gerhard Richter, Adolph Gottlieb, Barnett Newman o Jackson Pollock.
Tomamos unas palabras del artículo de Chaparro para ahondar en lo que Monet tuvo de figura ancestral: «Monet rompe el esquema tradicional respecto a la aplicación de color local como cualidad perteneciente a cada cosa representada. Para él, el color es una condición circunstancial –situacional se diría hoy–, reflejos emanados del interior de los objetos, que a modo de prismas reaccionan al ataque de la luz. Esto le lleva a desentenderse de los antiquísimos convencionalismos del claroscuro, a prescindir de negros y a evocar sombras mediante el juego de contrastes de pinceladas de colores complementarios, o creando tonalidades intermedias agrupando picaduras de pincel en tonos diferentes. La liberalidad formal de Monet, en su uso del cuchillo de paleta y el pincel plano, resulta importantísima para la pintura posterior, pues de ahí se viene a enriquecer formidablemente la superficie pictórica que tira hacia sí de la imagen desde el fondo de la ventana albertiana, que ahora empieza a empañarse».
[La revista en la que se incluye el artículo de J. R. Chaparro que hemos citado y del que hemos tomado prestados interesantes comentarios, está dedicada a los artistas que revolucionaron la pintura. Monet convive con Giotto, Jan van Eyck, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Tiziano, Caravaggio, Rembrandt, Jacques-Louis David, Goya, Manet, Kandinsky, Picasso, Pollock y Warhol. Es una lectura recomendable (de venta aquí y en quiosco.arte.orbyt.es)].
Arriba, El estanque de los nenúfares (Los nenúfares blancos), por Claude Monet, 1899. óleo sobre lienzo, Moscú, Museo Pushkin.
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