El 9 de junio próximo se inaugura en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid una gran exposición sobre el pintor casi treinta años después de la última que tuvo lugar en el Prado. El especialista FERNANDO CHECA realiza un profundo análisis de la trayectoria artística y de los trabajos del artista extremeño en la revista de junio, del que publicamos un extracto en este artículo, y como novedad, comenta la obra San Hugo en el refectorio de los cartujos
En su corta biografía de Francisco de Zurbarán, el biógrafo de los pintores españoles Antonio Acisclo Palomino ofrece ya, a principios del siglo XVIII, algunas de las claves por la que ha transcurrido la nueva valoración del pintor que habría de desarrollarse a lo largo del siglo XX.
Al referirse a las pinturas del Claustro Segundo del Convento de la Merced Calzada en Sevilla, concretamente a las de la Historia de san Pedro Nolasco, afirma que «es obra famosa, y a todas luces excelente; donde es una admiración ver los hábitos de los religiosos, que con ser todos blancos, se distinguen unos de otros. según el grado en que se hallan; con tan admirable propiedad en trazos, color, y hechura, que desmienten el mismo natural; porque fue este artífice tan estudioso, que todos los paños los hacía por maniquí, y las carnes por natural; y así hizo cosas maravillosas, siguiendo por este medio la escuela de Caravaggio, a quien fue tan aficionado, que quien viere sus obras, no sabiendo cuyas son, no dudará en atribuírselas a Caravaggio».
El conjunto de pinturas que Francisco de Zurbarán realizó para este importante convento sevillano, hoy sede del Museo de Bellas Artes, se encuentra entre los más importantes de su carrera. En su sala De profundis, o capilla mortuoria, estaba el famoso San Serapio, hoy en el Warwodst Atheneum de Hartford (Conneticut), y en su Segundo Claustro o Claustro de los Bojes estaban las Escenas de la Vida de san Pedro Nolasco.
Según el contrato firmado en agosto de 1628 el pintor se comprometía a realizar, con la ayuda de su taller, nada menos que 22 pinturas de 1, 68 de alto y 2,20 de largo cada una, aunque parece probable que no llegaran a realizarse en su totalidad. De entre estas obras, destacan las dos pinturas del ciclo hoy conservadas en el Museo del Prado. Aunque no se mencionen en este contrato de 1628, todavía Zurbarán realizó, años más tarde, las grandiosas figuras de cuerpo entero con retratos de varios frailes de la orden, conservadas, sobre todo, en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.
En su breve análisis de estas pinturas, Palomino nos introduce en algunas de las claves del arte religioso de Francisco de Zurbarán. La primera de ellas es, naturalmente, la del realismo de sus representaciones, uno de los puntos recurrentes no solo para la valoración de su pintura sino, en general, de buena parte de la del siglo XVII español.
Aunque hoy día la comprensión de la pintura española del Barroco como un arte «realista» se ha sometido a profundas revisiones, no cabe duda que, si comparamos el tono general de las pinturas de esta época con lo que se está produciendo en otros lugares de Europa, lo que entonces se pintó en nuestro país supone una muy peculiar y original acercamiento a la realidad, como lo demuestran la inmensa mayor parte de las obras de Zurbarán.
Otra cosa es que este naturalismo lo debamos considerar, como en otros tiempos se hizo, como típicamente español, existiendo, como existen, otros lugares, como Nápoles, Amberes, la misma Francia (recordemos a los Le Nain o a Georges Latour), Rembrandt y sus discípulos en la República Holandesa…., en los que se practicaron diversas modalidades de este realismo.
San Hugo en el refectorio de los cartujos, hacia 1655, Museo de Bellas Artes de Sevilla
Esta obra, junto a la Virgen de la Misericordia y San Bruno y el Papa Urbano, adornaban la sacristía de la sevillana cartuja de Santa María de las Cuevas.
Superada la etapa inicial de su carrera en la que Zurbarán se interesó enormemente en el claroscuro caravaggiesco, el maestro no abandona, antes bien, acentúa, sus intereses en la presentación de una imagen monumentalizada, abstracta y volumétrica de la realidad, que, en muchos momentos, no tiene en cuenta ni siquiera las reglas ortodoxas de la perspectiva, reduciendo el espacio a un simple juego de planos paralelos, muchas veces no conectados «lógicamente» entre sí.
Junto a estas características hay que resaltar su gusto por la materialidad de las cosas, tan presente en esta obra en la que es posible distinguir las distintas calidades de las telas, las del pan o las de las cerámicas de ese gran bodegón que es la mesa del refectorio.
Los interesados en leer el artículo entero y las tres obras comentadas que lo complementan, Aparición de san Pedro crucificado a san Pedro Nolasco, San Francisco contemplando una calavera y Hércules y el cancerbero, pueden hacerlo en la revista de junio, número 196, ya en los quioscos, y en la versión digital en Orbyt (http://quiosco.orbyt.es).
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