Vigencia del musical estadounidense

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No recuerdo a quien, pero en cierta ocasión escuché a un comentarista afirmar que la pantalla clásica estadounidense -esa que admiro tanto como abomino de la actual- tuvo sus tres pilares fundamentales en el western, el musical y el cine negro. Aunque cabrían matices -que hacemos con las screwballs de los años 30, por ejemplo, cuya sombra se proyectan hasta ciertas comedias trepidantes de nuestros días- en líneas generales comparto la opinión.

Pues bien, de esos tres géneros sobre los que se alzó esa producción fascinante en los albores del sonoro, para extenderse hasta la inquisición mccarthista a comienzos de los años 50, cuando el clima de desconfianza sembrado por el Comité de Actividades Antiamericanas puso fin a tanta excelencia, creo que el musical es el único que puede darse por concluido. De vez en cuando, uno de los realizadores actuales tiene a bien soltar una patada al Oestey nos enjareta un remake, la reinterpretación de uno de sus mitos o una cinta sin personalidad alguna y dudoso brío haciéndola pasar por un western crepuscular. Qué decir del cine negro, explotado hasta convertirse en uno de los ejemplos meridianos del agotamiento y el adocenamiento del Hollywood actual. Ahora bien, el musical a la antigua usanza, a la del Hollywood clásico, con mucha manga ancha, puede darse por finalizado con Empieza el espectáculo (Bob Fosse, 1979).

Sin embargo, es curiosa la vigencia que, desde ciertos puntos de vista, pueden tener estas películas, optimistas donde las haya, en unos días aciagos como los nuestros. Tan es así que hace ya cuatro años, buscó en ellas esa euforia y esa alegría desesperadas, indispensables para capear tiempos difíciles.

Como tantas cosas, descubrí el musical americano junto a mi madre. Fue en títulos como La mitad de seis peniques (George Sidney, 1967), Hello Dolly (Gene Kelly, 1969) o Adiós, Mr. Chips (Herbert Ross, 1969), a cuyas proyecciones asistíamos en las tardes de nuestros mejores sábados en las salas de la calle Fuencarral. Sin olvidar un memorable pase de Escuela de sirenas (George Sidney, 1944) en uno de aquellos cines del paseo de Extremadura, sesión continua en programa doble desde las cuatro de la tarde, que también nos hicieron tan felices.

Ya en mis primeros encuentros con tan feliz género, siendo aún el niño más feliz del mundo, me cautivó su dinamismo y su plasticidad. Su alegría, la esencia misma del musical, lo hizo algo después. Ya adolescente, durante una de esas aburridas semanas santas de los primeros años 70, La 2 -aún el UHF- dedicó un ciclo a Fred Astraire y Ginger Rogers que me proporcionó el primer transporte al limbo del género. Lo que no deja de ser curioso porque ya amaba el rock & roll y siempre he odiado el baile en su conjunto.

Ahora bien, ver a la singular pareja moverse a las órdenes de Mark Sandrich y al compás de la música de Irving Berlin en filmes como Sombrero de copa (1935), Sigamos a la flota (1936) o Amanda (1938), es algo tan maravilloso que está por encima de cualquier otra consideración. Como también lo es admirarles en La alegre divorciada (1934), de Sandrich igualmente aunque con música de Max Steiner. Por no hablar de En alas de la danza (George Stevens, 1936), con partitura de Jerome Kern, o Ritmo loco (1937), la última colaboración de la pareja con Sandrich con el score,ni más ni menos, que de George Gershwin. Berlin, Gershwin y Kern. Sí señor, bailaron al compás del triunvirato presidencial de la música estadounidense.

Fred Astraire y Ginger Rogers en un fotograma de «Sombrero de copa», 1935.

Pero entonces, cuando me dejé llevar por el embrujo de su danza en aquella Semana Santa, ni siquiera sabía quiénes eran Berlin, Gershwin y Kern. Fue la magia del musical en sí, que yo sintetizo en eso de que la narración se detenga de repente para mostrarnos un baile y una canción concernientes a lo que se nos contaba en ese momento -como la ilustración de un texto, por así decir- lo que me cautivó.

Ya ganado por el procedimiento, descubrí los grandes títulos de Vincente Minnelli Cita en St. Louis (1944), El pirata (1948), Un americano en París (1951)- y, por supuesto, en Melodías de Broadway (1953), donde al poderoso atractivo que ejerce sobre mí el musical estadounidense, se sumó el magnetismo de las maravillosas piernas de Cyd Charisse.

Al gran Stanley Donen, uno de mis favoritos desde que me hice cinéfilo hace treinta y muchos años, me acerqué por primera vez en una de aquellas películas con que mi madre me regalaba por haberme portado bien durante la visita a casa de una tía. Fue en una proyección en el cine Princesa de Un día en Nueva York (1949). Siendo ya filmófilo llegó el gran Busby Berkeley de Toda la banda está aquí (1943) y, naturalmente, el de las coreografías geométricas para Lloyd Bacon en La calle 42 (1933).

Cinéfilo o simple espectador, la fascinación que el género viene ejerciendo sobre mí desde que me recuerdo, siempre ha obedecido a ese procedimiento de detener la historia para insertar un número musical. Ha sido ahora, desde que las cosas no dejan de venir mal dadas, cuando he comprobado las semejanzas que el procedimiento guarda con la vida misma. Fred Astraire cantaba y bailaba cuando perdía a Ginger Rogers y yo me veo un musical cuando vuelve a escapárseme la suerte. Hay veces que esa alegría que busco al hacerlo ya me la proporciona el título. Verbigracia, Siempre hace buen tiempo (Stanley Donen y Gene Kelly, 1955).

Esa impronta entusiasta que dejan en mí los musicales, por más que la vida no me dé motivos objetivos para ello, se produce hasta con obras claramente fallidas, tales son los casos de El límite es el cielo (Edward H. Griffith, 1943), El rey y yo (Walter Lang, 1956) e incluso Suena el teléfono (Vincente Minnelli, 1960). Si en El límite… merece la pena atender a todo ese metraje que transcurre sin nervio sólo por ver a Fred Astraire cantando One for My Baby (And One More for the Road), en Suena el teléfono pasa otro tanto con Dean Martin entonando Just in Time, dos estándares de la música estadounidense que hoy -que venero a Berlin, Gershwin y Kern- son capaces de proporcionarme una alegría inconmensurable.

Javier MEMBA

One Reply to “Vigencia del musical estadounidense”

  1. Anabelle dice:

    Hola, amigos. Me pasaba por aquí para invitarlos a galerías de obras, a museos, a cualquier lugar que apoye y promueva el arte. Les invito a conocer a artistas como Gabino Amaya Cacho que trabajan el puntillismo moderno, o como Da Vinci. Conozcamos el arte!

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