Fue André Malraux quien, al comienzo de su estupendo libro El museo imaginario, nos advirtió de que un crucifijo románico no fue, en origen, una escultura, del mismo modo que una Madonna de Cimabue tampoco fue, en origen, una pintura, o que incluso la Atenea de Fidias no fue, en origen, una estatua. Tuvieron que transcurrir muchos siglos para que un crucifijo románico se convirtiera, fundamentalmente, en una escultura o que una Madonna de Cimabue fuera considerada, fundamentalmente, una pintura, y así sucesivamente.
Que el crucifijo románico o una Madonna de Cimabue fueran removidos de los lugares a los que, en origen, estuvieron destinados para ser trasladados a esas instituciones modernas por antonomasia que son los museos y que con ello perdieran sus primeros significados y, por tanto, su original valor para ser sustituidos por otros significados y otros valores, fue una de las más importantes consecuencias de la invención del arte, una categoría que solo ha existido durante quinientos años a lo sumo y que hace bien poco que ha terminado por disolverse tras una larga agonía que ha durado unas cuantas décadas.
El acta de defunción comenzó a redactarla Marcel Duchamp en 1917 cuando decidió enviar un urinario a la primera exposición de la Society of Independent Artists, y le puso el punto final la Documenta 5 de Kassel de 1972, en la que el artista de verdad fue su comisario, Harald Szeemann.
Aún no somos o no queremos ser muy conscientes de esa desaparición porque serían muchas las cosas que se llevaría por delante, y por ello aún en este mismo momento esa categoría del arte es la causa de que podamos y queramos hacer listas de los artistas (otra categoría) más revolucionarios de la historia (y otra más) como la que llegará en las páginas siguientes. Al fin y al cabo me atrevería a decir que no hacemos otra cosa que listas, o al menos no hacemos alguna otra cosa con tanta repercusión como la que tienen listas como la de los 40 Principales.
Pero, como decía, el asunto no siempre fue así y no lo ha sido y no lo es en toda la superficie de la tierra pese al fenómeno de la globalización, omnipresente en este nuestro mundo líquido. Hubo y hay tiempos y lugares en los que el arte no existió ni existe y, además, no tuvo y no tiene por qué existir. Incluso en la cultura occidental, la nuestra, las artes existieron mucho antes de que se inventara el arte y sus hacedores existieron mucho antes de que aparecieran los artistas.
Artes como la carpintería, la zapatería o la marroquinería, pero también la pintura, en nada se diferenciaban unas de las otras, y por ese motivo la formación de un sastre o un boticario era idéntica a la de un aprendiz del arte de la pintura. Por esa razón, entre otras, y durante muchos siglos los pintores formaron parte del mismo gremio al que pertenecían los boticarios y tuvieron abiertas bottegas, que no “estudios” como los que tienen ahora en los que la Idea se manifiesta en toda su plenitud.
En tiempos más halagüeños las artes eran técnicas, pericias o habilidades, y como técnicas tenían que aprenderse, mientras los que luego llamaríamos artistas eran aprendices, oficiales o maestros como en cualquier otro oficio. Hoy el arte es el opio del público y los artistas son los dealers de una Idea que cortan en la blancura cegadora de unos estudios cuya geometría gélida ha sustituido al desorden sucio pero fructífero de los antiguos talleres…
José RIELLO
Lea el artículo completo y el dossier en el número de diciembre o en la versión de ORBYT sobre el dossier de los artistas más influyentes: Giotto, Van Eyck, Da Vinci, Miguel Ángel, Tiziano, Caravaggio, Rembrandt, Monet, Manet, Goya, Picasso, Kasndisky, Warhol…
¡Menuda sandez, solo faltaría que afirmaran que tammpoco existía la pintura!