Con el volumen dedicado a las seos arrancamos esta colección que propone un recorrido, de la mano del especialista Miguel Sobrino, por los monasterios, la antigüedad, el Románico, el Renacimiento o el Gótico del patrimonio de nuestro país. Doce libros que ahora se pueden adquirir en quioscos y librerías en seis entregas quincenales en un pack de dos volúmenes o completa en nuestra web. Ofrecemos a nuestros lectores un extracto de las catedrales
La catedral supone, en nuestro mundo occidental, el ejemplo máximo de aquello que entendemos como bien patrimonial, algo que salta a la vista por la calidad que suelen tener estos edificios y por todo aquello (pinturas, esculturas, muebles, tejidos, libros, objetos…) que atesoran, y también por su propio tamaño y su papel protagonista en la escena urbana de las ciudades históricas. Pero, por eso mismo, podría pensarse que unos conjuntos tan expuestos, tan conocidos y visitados, no son los más adecuados para adentrarse en el descubrimiento de nuestro patrimonio. ¿Quién no recuerda un cierto número de catedrales, quién no las visita cuando viaja, quién no ha leído guías, artículos, libros de arte e historia y hasta novelas donde se hable de ellas? ¿Es que acaso necesitan, a estas alturas, ser descubiertas?
Con las grandes catedrales puede llegar a pasarnos como con las celebridades del cine o de la canción. Identificamos su imagen, poseemos multitud de datos acerca de su vida y obra; creemos, en suma, conocerlas. Pero esa avalancha de referencias (comprobadas o supuestas), esa sobreexplotación superficial no suele llevar incluido lo más importante, ya sea en la relación que establecemos con un ser humano o con una obra de arte: el trato íntimo, el conocimiento profundo y matizado, la contemplación y la escucha pausadas, el acceso a facetas, no siempre favorecedoras, que vayan más allá de unas imágenes estereotipadas que, por cierto, afectan a las catedrales con especial virulencia.
Durante los últimos años, al tiempo que se multiplicaban las novelas y películas encargadas de expandir ideas engañosas acerca del mundo de las catedrales, numerosos investigadores han ido profundizando en la realidad histórica, ajena a las mistificaciones, de estos grandes edificios. Pero, salvo escasas excepciones, estos especialistas han hecho su labor dentro de los ambientes universitarios, a través de congresos y publicaciones cuyos ecos rara vez llegan a los oídos del gran público. Por su difícil acceso y escasa divulgación, estos trabajos rigurosos apenas pueden contrarrestar los mensajes, llenos de aspectos seductores y casi siempre falsos, de las ficciones históricas que presentan ciertas películas, best-sellers y series televisivas.
Aprovechando el avance que han supuesto esas investigaciones recientes y buscando un tono accesible, en el que intentarán orillarse en lo posible los habituales mazos de fechas, nombres y datos, en esta primera entrega de Descubrir el patrimonio pretendemos establecer con las catedrales lo que suele faltar cuando queremos conocerlas: la exploración racional y desprejuiciada, aunque sea mediante breves apuntes, de unos edificios emponzoñados por turbias leyendas y que, incluso al margen de ellas, suelen esconder su verdadero carácter tras el engañoso mascarón de su grandeza.
Comencemos, pues, por preguntarnos qué es una catedral. La respuesta no puede ser ni simple ni breve, y en puridad no podría exponerse sino desgranándola a lo largo de las páginas de este volumen; probemos, en cambio, a dar las primeras pistas sobre nuestros argumentos con algo parecido a una receta de cocina, o quizá mejor un cóctel.
Imagine el lector que fuera posible tomar los distintos componentes de un foro romano para mezclarlos en una coctelera: allí iría a parar el templo principal de la ciudad, la basílica donde se hacían negocios y se administraba justicia, el macellum o mercado y las tiendas o tabernae donde se vendían todo tipo de productos, la curia donde se reunían los gobernantes, las bibliotecas (como las que había en el foro de Trajano), los monumentos dedicados a divinidades secundarias y a los próceres seculares… También deberíamos introducir en esa coctelera el mismo espacio del foro, es decir, la plaza pavimentada que servía para reunirse, pasear, impartir enseñanzas, proclamar cargos políticos o celebrar triunfos y procesiones y declamar arengas. Si por fin agitásemos el cóctel, para que todos esos elementos (y algunos más) se mezclasen en un conjunto homogéneo, y lo trasladásemos a la Edad Media, obtendríamos… una catedral.
La catedral es un edificio con vocación universalista, destinado a cubrir las principales necesidades (espirituales, civiles, comerciales, festivas, administrativas…) de la sociedad medieval. Su papel primordial es el religioso, pero hasta ese aspecto contiene matices particulares: porque cuando nace el tipo arquitectónico que entendemos como catedral, en el siglo XI, lo que se hace es aglutinar en un solo templo los conjuntos de iglesias que servían de sede episcopales durante los siglos precedentes. Toda catedral es, por ello, un templo doble, el del culto solemne propio de su rango –la catedral es la iglesia del obispo, cuyo trono o cathedra le presta su nombre– y el del culto ordinario, dirigido a los fieles. A esos dos templos principales habría que añadir otros menores, ahora concebidos como capillas, como la bautismal (que sustituye a los antiguos baptisterios exentos), así como esa otra faceta del mundo religioso que son los enterramientos.
La figura histórica de un obispo iba más allá de su dimensión como autoridad religiosa. Hasta hace menos de doscientos años, cuando se creó la división provincial aún vigente, el territorio se organizaba mediante diócesis, cuya sede de gobierno era la correspondiente catedral y el palacio episcopal colindante. Como autoridades civiles, los prelados recaudaban impuestos y a cambio promovían obras de interés público, como hospitales, casas de caridad, calzadas y puentes. Pero es que la misma catedral, que tenía en su coro y en su sala capitular los lugares de reunión (para la oración o para la gestión política) del clero episcopal, ofrecía múltiples servicios más allá de su primordial cometido religioso. En ella tenían su sede social los distintos gremios, en sus naves cerraban tratos los hombres de negocios, en sus claustros se celebraban mercados…
Durante la Edad Media, la catedral era la gran plaza cubierta de la ciudad, el foro a donde se iba a rezar, a encontrarse con conocidos, contemplar bellezas, escuchar música o, simplemente, con todas las puertas del templo abiertas, a aprovechar sus naves para acortar las caminatas de un lugar a otro de la urbe.
El recorrido que proponemos al lector, y que pretende resaltar la antigua y fascinante realidad de las catedrales, llegará a resultar a veces chocante. Es comprensible, cuando hablamos de ellas en una época en la que la mayoría de las catedrales se ven sumidas en un ambiente de envarado silencio, que en realidad no empezó a imponerse hasta mediados del siglo XVI, como consecuencia de los dictados del Concilio de Trento.
Pese a la nefasta ocurrencia de convertir las catedrales en museos –no de organizar museos catedralicios, idea loable y más que centenaria– y a la progresiva desaparición o desmantelamiento de coros, rejas y retablos (como consecuencia no de guerras o expolios, sino de decisiones arbitrarias y absurdas), las catedrales de nuestro país siguen ofreciendo uno de los conjuntos más ricos y variados de cuantos existen en el mundo de tradición cristiana. Para todo ello, para contemplar lo que pervive, resaltar lo recuperado, lamentar lo desaparecido y desentrañar lo que no se evidencia al primer vistazo están pensadas las páginas que siguen, un itinerario apasionado, y esperamos que apasionante, por los territorios del patrimonio catedralicio español.
Catedrales primitivas
La catedral, según la entendemos hoy, tardó mucho en concretarse como tipo arquitectónico. Cuando el cristianismo fue admitido (y convertido poco después en religión oficial, todo ello a lo largo del siglo IV), hubo de pensarse qué modelos constructivos, de los muchos que ofrecía la riquísima arquitectura romana, eran los más adecuados para el desarrollo del nuevo culto. Entre todos los ejemplos que ofrecía la arquitectura imperial había uno, el de la basílica (concebida para la celebración de juicios y el trato comercial), que se ajustaba a la necesidad de congregar a los fieles, dar dignidad a la liturgia, propagar la voz de los celebrantes y dotar de un noble marco a los ministros de la Iglesia, sentados en su cátedra episcopal como antes lo estaban las efigies de dioses y emperadores al fondo de sus templos y aulas palatinas.
Si en Roma la erección de basílicas mayores y menores, empleando muchas veces materiales reciclados del inmediato pasado pagano, dieron pronto lugar a una nueva imagen de la urbe imperial, el mundo catedralicio tardoantiguo y altomedieval tardó mucho tiempo en dotarse de cierta unidad de intenciones. Del mismo modo que existían multitud de formas y ritos locales para el desarrollo del culto, las catedrales anteriores al románico aparecían como grupos heterogéneos de iglesias, cada una de ellas destinada a una función específica o a un período determinado del calendario litúrgico.
En España se mantiene aún, con las inevitables transformaciones, uno de estos grupos de iglesias, ligado a la antiquísima sede episcopal de Egara. En el centro de la populosa e industrial ciudad de Tarrasa, no lejos de Barcelona, se advierte la naturaleza de las antiguas catedrales dobles en las iglesias de Santa María y San Pedro; entre ellas, la de San Miguel recuerda el papel de los baptisterios como verdadera puerta de entrada de los fieles al seno de la fe cristiana.
Además del caso de Egara, aún podemos rastrear los primitivos agrupamientos de templos y dependencias en otros ejemplos hispanos, investigados en algunos casos por el profesor Eduardo Carrero. Quedan evidencias de su existencia en la Seo de Urgell o en el conjunto episcopal de Oviedo, aunque casi todos los edificios que formaban la acrópolis cristiana de la capital asturiana fuesen progresivamente sustituidos por otros. Y, aunque no se convirtiese en sede episcopal hasta más tarde, también el antiguo grupo de iglesias que rodeaba al mausoleo del apóstol en Santiago de Compostela responde a ese esquema disperso altomedieval.
La invención de la catedral
Durante la segunda mitad del siglo XI, la Iglesia de Roma buscaba culminar el proceso de unificación (y, por lo tanto, de control) que llevaba siglos intentando mediante una revisión de los textos antiguos, sancionados o censurados a través de sucesivos concilios. Ya en tiempos de Carlomagno se había comprendido que la unidad eclesiástica suponía un apoyo para la unidad política, por lo que la homogeneización del culto se convirtió en un empeño en el que venían a confluir los poderes religiosos y seculares. En esos años de la oncena centuria, el instrumento más eficaz para la extensión del denominado rito romano, al que correspondían misales (libros que portaban el guión de los oficios religiosos) y cantos específicos, fueron los monjes de Cluny, que entonces estaban en el apogeo de su poder.
Desde las ciudades, los cabildos catedralicios contribuyeron a esa homogeneización, divulgando la reforma por los arciprestazgos y parroquias que conformaban la estructura eclesiástica de cada diócesis. Dentro de ese movimiento, era necesario que las propias catedrales, por su papel en la gestión del territorio y por su cariz emblemático, ostentasen cierta unidad funcional, aglutinando en una sola estructura ordenada el aspecto anárquico de las antiguas agrupaciones de iglesias.
Para lograrlo se acudió al modelo de las iglesias monásticas, en las que desde siglos atrás existían divisiones espaciales destinadas a separar a los monjes de los legos, y a todos ellos de los fieles. Bastó adaptar dicha compartimentación al doble culto (solemne y ordinario) que se precisaba para dar lugar, por los mismos años en que irrumpía el románico pleno, a la primera generación de catedrales.
Catedral y muralla
Durante la Edad Media recibía el nombre de ciudad aquella población que tenía catedral y murallas. La muralla denotaba funciones defensivas al tiempo que, con más frecuencia, servía de delimitación fiscal y comercial; por su parte, la presencia del templo certificaba (más allá de su prestancia, pues hay colegiatas y hasta iglesias parroquiales más grandes que algunas catedrales) que allí se encontraba la sede de gobierno, correspondiente a la capitalidad sobre el territorio de la diócesis.
El nombrado binomio encuentra su mejor expresión en los casos en que la catedral forma parte del aparato defensivo de la urbe, ya sea como su principal elemento fortificado, como en Tui, o bien prestando parte de sus muros a los que cercan la ciudad, como en Ávila, Sigüenza, la catedral vieja de Cádiz o León (en Francia, Bourges o Rodez). En los casos nombrados, una parte del edificio catedralicio se embebe en la cerca defensiva, con la que comparte paso de ronda, en una mixtura en la que es difícil definir dónde termina la muralla y comienza el templo.
Incluso cuando no están físicamente adosadas a la muralla, muchas catedrales (Santiago, Zamora, Gerona, Cuenca, Lugo, Barcelona, Plasencia…) se erigían junto a los muros urbanos. Es frecuente que una de las puertas de la ciudad sea llamada “del obispo”, algo más que una simple denominación, ya que el prelado era responsable de la conservación del tramo de muralla que le correspondía y, en caso de necesidad, también de su defensa.
Uno de los mejores ejemplos de catedral fortificada lo tenemos en Ávila, donde la cabecera, llamada “cimorro”, constituye el principal de los casi noventa cubos que jalonan la muralla. La catedral formaba antiguamente, junto al desaparecido alcázar real, el que se definía como “castillo de la ciudad”; ambos edificios estaban de hecho, en su vertiente militar, gobernados por el mismo alcaide.
Miguel SOBRINO, autor de Catedrales y Monasterios, La Esfera de los Libros.
Índice de la colección: Catedrales, Monasterios, Antigüedad, Mundo Andalusí, Prerrománico, Románico, Gótico I, Gótico II, Barroco, Renacimiento I, Renacimiento II, de las Academias al cambio de siglo. ADQUIRIR COLECCIÓN COMPLETA