Se cumplen cien años del nacimiento de Eduardo Chillida Juantegui, posiblemente el escultor español más internacional e importante de la segunda mitad del siglo pasado
Un siglo, no lo olvidemos, pródigo en grandes escultores dentro de la península ibérica, desde Pablo Gargallo y Picasso, pasando por Julio González y Alberto Sánchez, desde Oteiza y Miguel Berrocal hasta Juan Muñoz, Cristina Iglesias o Jaume Plensa, entre otros. Precisamente algunos críticos se decantarán por Oteiza antes que por Chillida (1924, San Sebastián-2002, San Sebastián), al que en cierto modo parece prefigurar como primer escultor abstracto, pero a mi juicio es menos cosmopolita y universal.
Prueba de ello es que la obra de Chillida ha creado espacios simbólicos en diversos lugares de España, de Europa y del mundo, como Peine del viento XV (1977), que se ha convertido en un lugar de peregrinación bajo el monte Urgull, al límite de la bahía de la Concha; o bien Elogio del horizonte (1990) sobre el cerro de Santa Colina, la parte alta del barrio de Cimadevilla, el más antiguo de Gijón; Elogio del agua (1987), en el Parc de Creueta, detrás del Parque Güell; Monumento a la Tolerancia (1992), inaugurado durante la Exposición Universal de Sevilla, junto al río Guadalquivir, el puente de Triana y el paseo de Colón; o bien Berlín (1999), en el patio de honor de la cancillería, la nueva sede del Gobierno alemán, por mencionar algunas de las más significativas, aquellas que han arraigado en esos espacios hasta fundirse y confundirse con ellos.
Cosmopolita y universal sin dejar de ser profundamente vasco y español. Chillida Leku, en la finca de Zabalaga, Hernani, es el espacio más adecuado para aproximarnos a las gravitaciones de su obra. Él confesó que fue un sueño: “Un día soñé una utopía: encontrar un espacio donde pudieran descansar mis esculturas y que la gente caminara entre ellas como por un bosque”. Ese sueño se confundió con la realidad en el año 2000. Además de una belleza contemporánea, nacida a la luz de las vanguardias, y a la vez elemental y primitiva, estamos ante un artista comprometido y algo todavía más excepcional, acertado y ejemplar en su vida privada y pública. Padre de ocho hijos, su hija Susana ha declarado que “con solo estar con él te daban ganas de superarte y valorar los matices que puede tener cada cosa”.
Al mismo tiempo Chillida escribió una sencilla carta a ETA pidiendo la liberación del empresario José María Aldaya, secuestrado (“Demostradnos que sois capaces de hacer una buena acción, soltad a Aldaia, hacer feliz a su familia, y colaborad para buscar la paz para todos. Sé que mi petición es inocente, pero yo quiero creer en el hombre)”, diseñó carteles para Asociaciones por los Derechos Humanos, para la Universidad del País Vasco… Sin perder de vista que no pocas de sus obras están vinculadas con valores como la libertad, la tolerancia, la paz… Hacia el final de sus memorias, el filósofo Fernando Savater lo recordaba en las concentraciones convocadas por Gesto por la Paz, junto a su inseparable mujer, Pilar: “Alto y piadoso su bello perfil, trabajado por el esfuerzo, por el empeño, por la búsqueda de formas: el artista en la plaza pública, convertido él mismo en obra de arte civil”.
Chillida solía decir: “Yo no represento, pregunto”. Su obra es fruto de un profundo diálogo con las artes, la filosofía y las ciencias. Filósofos como Heidegger (con el que en 1969 publicó El arte y el espacio, una honda reflexión acompañada de una litografía en la portada y siete litografías-collage), Bachelard o Cioran se han ocupado de su escultura, del mismo modo que su obra ha sido iluminada por poetas, como Jorge Guillén (“Lo profundo es el aire”), o ha iluminado a poetas como José Ángel Valente o Clara Janés, así como a historiadores del arte como Francisco Calvo Serraller o a uno de sus principales conocedores, Kosme de Barañano. Con al menos tres de los anteriores hizo libros de artista, así como con Ives Bonnefoy (1973), José Miguel Ullán (1977), Edmond Jabès (1986) y Jorge Semprún (1997).
Distinguió de forma esclarecedora, como acaso nadie, al artesano del artista: “De artesano no tengo un pelo; soy lo contrario de un artesano. Lo digo con todo el respeto por los artesanos, pero yo no soy eso. Yo estoy siempre fuera de lo conocido, y he escrito algo que lo define perfectamente: `prefiero el conocer al conocimiento´. En cambio, el artesano prefiere el conocimiento al conocer, y ahí está la sabiduría de la artesanía”. Me atrevería a argumentar que consciente o inconscientemente, Chillida sigue las líneas de san Juan de la Cruz, de la poesía como forma de conocer que defendió Valente y de la razón poética de María Zambrano: el secreto se revela durante el proceso de creación, no antes, como sucede en el caso de los artesanos.
Junto con Homenaje a Hokusai (1992), en Japón, uno de los proyectos inacabados de Chillida es La Montaya de Tindaya, en Fuerteventura. Quizá el centenario de su nacimiento sea una buena ocasión para llevar a cabo este inmenso monumento a la tolerancia en un momento donde las tensiones y los conflictos armados resurgen tal vez como nunca desde la Segunda Guerra Mundial.
Concluiré este homenaje a Chillida con un poema inspirado en este proyecto y en la esperanza de habitar en un mundo con mayor tolerancia y paz.
La montaña de Tindaya
De nuevo entre la tierra, cerca del mar, bajo el cielo infinito:
Entraremos los unos y los otros
siendo como somos, diferentes;
mas al penetrar en el corazón de la montaña
y alzar la mirada, dentro del vientre materno
hacia el cielo infinito
quizás todos seremos entonces uno y el mismo:
acaso sólo por unos instantes
en los que recobraremos
lo que acostumbramos a olvidar cada día,
el olvidado asombro de estar vivos,
esos instantes en los que sentiremos el pasmo
de belleza y admiración que tal vez todos sentimos
en la noche, bajo la inmensidad del cielo estrellado.
Apenas una brizna de hierba,
una hilera de hormigas,
una gota de arena,
o ni siquiera eso somos
ante el tamaño inconmensurable y abismal del universo.
De súbito se difuminarán las fronteras
e iremos por la comprensión más allá:
dejaremos de ser, al menos por unos momentos,
vascos o irlandeses o gitanos,
árabes o judíos o negros…
seremos criaturas de la vida,
seres en el mundo,
habitantes de este asombroso planeta,
animales perplejos hermanados por una visión común:
la de que a pesar de nuestras irreductibles diferencias,
bajo la inmensidad del cielo infinito,
somos uno y el mismo ser
que se admira de que el mundo sea
y sea como es.
Sebastián Gámez Millán