Antonio Saura: entre el arte de pintar y el de escribir

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Desde sus años de juventud, Antonio Saura (Huesca, 1930-Cuenca, 1998) evidenció un claro interés por el arte. Especialmente cuando una larga enfermedad le obligó a permanecer varios años inmovilizado con el cuerpo escayolado y aislado. Fue, precisamente, durante ese período de soledad compartida con una radio y algunos libros –entre los que destaca Ismos, de Ramón Gómez de la Serna– el momento en el que descubrió el sentido sanador de la creación y de multitud de mundos diferentes: desde el de la pintura hasta el de la poesía o de la música.

Coincidiendo con el veinticinco aniversario de la muerte del artista y dentro de la programación especial con motivo del décimo aniversario de la nueva Fundación Bancaja, su sede de València acoge una gran exposición retrospectiva del Antonio Saura más «esencial». Un diáfano recorrido por su obra artística a través de su creación plástica y también de sus textos, ya que el autor oscense dedicó también su vida a dejar por escrito numerosas claves de su pintura, convirtiendo esos documentos en un elemento indispensable de su compleja interpretación creativa.

La exposición Antonio Saura. Esencial ofrece un completo recorrido por la trayectoria del artista a lo largo de seis décadas y por los universos temáticos que dieron forma a su reconocida iconografía creativa.

La muestra, comisariada por Lola Durán Úcar y Fernando Castro Flórez, ha reunido 85 obras procedentes de la colección del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, algunas de ellas inéditas, y que el artista había conservado durante toda su vida por considerarlas importantes referentes en la historia de su pintura. A estas 85 piezas se suman dos más: Foule, de la Fundación Caja Rural de Aragón, y Las tres Gracias, de la Fundación Bancaja, que la exhibe por primera vez al público tras haberla incorporado recientemente a su colección artística.

En la exposición se aprecia cómo el surrealismo, un universo onírico y fantástico, inspira las primeras experiencias pictóricas, misteriosas y mágicas de Saura, pero también sus primeros escritos. En su pequeño taller de Madrid pintó, en la temprana fecha de 1948, las Constelaciones, surgidas en el momento en que recupera el contacto con el exterior tras su angustioso aislamiento forzado por sufrir tuberculosis. Estas obras, junto con sus Paisajes, que él mismo define como “el vacío absoluto donde flotan los detritus de la noche oscura”, y otras obras experimentales hoy desparecidas, conforman lo que el artista consideraba sus primeras “verdaderas pinturas”.

La España posterior a la Guerra Civil le empujó al París de las artes con la firme intención de conocer a André Breton y trabajar con el grupo surrealista, donde a la vez descubrió la fascinación de la libertad y la decepción del personalismo. Poco a poco, su obra se fue alejando de la representación del paisaje subconsciente y evolucionó hacia el automatismo. En los años 1954 y 1955, en el taller que compartía con Simon Hantaï, crearía sus Fenómenos y Grattages, obras de estilo gestual y realización rápida, que surgen del automatismo psíquico puro. 

Las tres gracias, 1997. Óleo sobre lienzo. Tríptico (195 x 97 cm). 195 x 291 cm. Colección Fundación Bancaja. Todas las obras por Antonio Saura.

Poco a poco, Saura se sirve de la imagen como soporte “para no caer en el caos, para no sumirse en una actividad pictórica sin control”. Es así como, gradualmente, aparece en su obra la estructura. A partir de 1955, esa estructura matriz de su obra será la figura humana, escogiendo en primer lugar el cuerpo de mujer: “cuando me alejé del surrealismo, me  hice con un tema –el cuerpo femenino– como matriz en construcciones pictóricas en blanco y negro. Trabajé con él durante mucho tiempo, y poco a poco, otros temas comenzaron a asociársele”, afirmaba el propio Saura. Partiendo de este arquetipo, el artista aragonés desarrolló las variantes que configuran sus grandes series.

Y es que la pintura fue el centro de la vida de Saura, tal y como él mismo expresaba: “Un cuadro es, ante todo, una superficie en blanco que es ‘preciso llenar con algo’. La tela es un ilimitado campo de batalla. El pintor realiza frente a ella un trágico y sensual cuerpo a cuerpo, transformando con sus gestos una materia inerte y pasiva en un ciclón pasional, en energía cosmogónica ya para siempre irradiante”.

Esa pasión por pintar, los posos de aquella Biblia personal titulada Ismos, la energía de la juventud y las ganas de acción, agitan la vida de Saura tras su aislamiento. Como avanzábamos anteriormente, con el surrealismo como inspiración, en 1948 pinta las Constelaciones. Un año después, en sus Paisajes, refleja “el verdadero paisaje del subconsciente, que no podía ser otro que el vacío absoluto donde flotan los detritus de la noche oscura”.

Foule, 1979. Óleo sobre lienzo. 97 x 195 cm. Colección Fundación Caja Rural de Aragón.

En estas obras domina una idea básica del vacío que el artista puebla con elementos minerales, vegetales y orgánicos. Se intuye una dualidad conceptual y compositiva, que Saura mantendrá a lo largo de su trayectoria: por un lado, las composiciones simples, esquemáticas, limpias, austeras, con pocos elementos; por otro, una expresión acumulativa y expansiva, un barroquismo que retoma en sus Multitudes y otros géneros asociados.

Aquellas obras pictóricas fueron expuestas en la sala Libros de Zaragoza en 1950 y en la Galería Buchholz de Madrid, como Pinturas surrealistas de Antonio Saura en mayo de 1951, y constituyen lo que el artista considera sus primeras “verdaderas pinturas”, como él mismo reconocía con apenas veinte años: “El espectador hallará pinturas dispares, pero unidas todas por el deseo –que es  único– de encontrar un horizonte distinto, limpio y nuevo”.

Las nuevas savias, 1951. Óleo sobre lienzo. 50 x 71 cm. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Un poco más adelante, en el taller parisino que compartía en 1954 y 1955 con Hantaï, con quien continuará una estrecha relación cuando rompa con el grupo surrealista, creó sus Fenómenos y Grattages. En ese momento, y en otros muy posteriores, la obra de Saura se resiste a abandonar una dualidad que bascula entre la extremada acumulación y la limpieza aséptica, el barroquismo y la sencillez. 

“En momentos difíciles de búsqueda experimental, antes y después de mi ruptura con el grupo surrealista, realicé una serie de pinturas muy diversas que se polarizaron en tres aspectos determinados: la fluidez, la textura, el grattage«, describía el propio Saura en sus escritos al hablar de este periodo, a lo que añadía lo siguiente: “Todas ellas fueron realizadas en París entre 1954 y 1955 en un minúsculo apartamento subterráneo de la calle Hegesippe Moreau, la mayor parte en papel y en pequeño formato dada la falta de espacio y la imposibilidad material de comprar telas”.

Otra serie posterior de gran interés fue la de sus Crucifixiones, empleadas con perseverancia a partir de 1957 y que, a pesar de dicho título, no obedecen a motivos religiosos. En un extraño pulso con el Cristo de Velázquez, convulsiona la imagen y la carga con un viento de protesta. Saura sugiere aquí que quizás quiso reflejar su situación de hombre a solas en un universo amenazador frente al cual cabe la posibilidad de un grito, o la reflexión de la inutilidad de un hombre clavado absurdamente en una cruz.

Una de las salas de la exposición, al fondo de la cual se aprecia su obra Crucifixión, 1979.
Óleo sobre lienzo. 195 x 162 cm. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

“Desde muy niño me ha obsesionado el Cristo de Velázquez del Museo del Prado de Madrid, con su rostro oculto entre cabelleras negras de bailaora flamenca, con sus pies de torero, con su estatismo de marioneta de carne convertida en Adonis. Podría incluso contemplarme en el brumoso museo, de las manos del padre, observando con fascinación aquello que en la memoria era inmenso, terrible y pacífico crucifijo”, comentaba Saura sobre dicha obra. 

A partir de esta época nos encontramos ante un Saura que se sirve de un elemento estructurador, el cuerpo de mujer, sobre el que no niega impulsos fetichistas o sexuales, en todo caso supeditados al uso estructural de la imagen femenina. “El cuerpo de mujer está presente en todos mis cuadros desde fines de 1955, reducido a su más elemental presencia, casi un esperpento, sometido a toda clase de tratamientos cósmicos y telúricos (si así queremos llamarlos). Puede parecer una prueba de la constante presencia del ser humano en el arte español, pero es sobre todo un apoyo estructural para la acción, para la protesta, para no perderme, para no hundirme en el caos”, interpretaba el propio Saura.

Una conceptualización del cuerpo femenino que le llevó a plasmar su visión sobre los desnudos de la siguiente manera: “La primera vez que vi en un lecho a una mujer desnuda, frente al espectáculo deslumbrador de su cuerpo terso-oscuro, pensé inmediatamente en una alargada caracola marina. En la lejanía de los mitos, la naturaleza era considerada como un inmenso y fértil cuerpo femenino. Cézanne habló de pintar colinas como senos de mujer, algunos graffitis obscenos hacen regresar a la aureola fundamental, y las remotas formas óseas talladas a golpes y laboriosamente pulidas conservan la impronta sagrada del instinto genesíaco y del todopoderoso deseo. Estos desnudos son como paisajes destrozados en el escenario de una cama inmensa que es el mundo entero”. 

De forma paralela, Saura crea conjuntos de antiformas, sin una centralidad clara, en un “trabajo rellenador cuyo objetivo es precisamente la ocupación creadora de espacio inédito”. Se trata de sus Multitudes, agrupaciones de rostros sin cuerpo, elementos continuos, repetitivos que se expanden sin límites. Refleja el clamor de las masas humanas, ese rumor colectivo que tanto admiraba en Goya, Munch y Ensor. Estas Multitudes aparecen asociadas a otras variaciones que responden a esa misma intención repobladora del vacío: Acumulaciones, Catedrales, Cocktail party, Montajes, Mutaciones, Repeticiones o Rompecabezas, temas que se solapan en el tiempo y que parten de un mismo hallazgo estructural.

Multitud, 1960. Óleo, tinta china sobre papel, 62,6 x 90,2 cm, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía

“Quisiera pintar seres de plenitud, seres de fertilidad, inocencia y justicia, seres más de amor que de destrucción, toros sin sangre y alegrías verdaderas. No debo saber hacerlo. O a lo mejor ya lo he hecho sin saberlo” (…). He tratado de unificar múltiples aproximaciones de rostros sin cuerpo, de coordinar dinámicamente conjuntos de antiformas en asociaciones orgánicas como si obedecieran, al igual que en ciertos fenómenos biológicos, a necesidades de unión y de repulsión capaces de generar una sensación de continuidad», afirmaba Saura, dejando sus intenciones muy claras: «Continuidad y expansión, ruptura de los límites, agujeros estructurales, ausencia de centralización, consideración de la superficie pictórica como un ente bidimensional destinado a recibir una sistemática y libre ocupación”. 

En cuanto a sus sugestivos Retratos imaginarios, se observa un deseo de personalización y objetivización absoluto. Saura precisaba que no eran retratos en el sentido estricto de la palabra, sino más bien de encuentro con una imagen ya deseada a través de unos signos que la hacen posible. Respondiendo a impulsos tan variados como opacos, en ellos se perciben a Rembrandt, Dora Maar, Felipe II o al Perro semihundido de Goya, una obra para él icónica y única. 

Dora Maar visitada 15-8-83, 1983. Óleo sobre lienzo., 130 x 97 cm. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Como en las anteriores series, para este particular tipo de retratos Saura dejó por escrito sus claves interpretativas: “En muchas pinturas realizadas a lo largo del tiempo bajo cerrados criterios organizativos, la semejanza con ciertas imágenes del pasado o el presente ha sido hallada posteriormente a su realización, tratándose más bien de correspondencias azarosas que de objetivaciones decididas. El cuadro, en realidad, se conforma obedeciendo a coordenadas distintas de aquellas que, en su origen, provocaron su necesidad, siendo en  el interior de su propio combate donde la evidencia de los signos escogidos responde a otra evidencia no menos significativa: la necesidad de su transmutación o alteración por razones eminentemente pictóricas”.

Antonio Saura, el protagonista de esta enorme exposición, nació en Huesca en 1930 y falleció en Cuenca en 1998. Había comenzado a pintar y a escribir en Madrid en 1947, mientras se recuperaba de una tuberculosis que lo mantuvo inmovilizado durante un lustro. Comenzaron entonces sus primeras búsquedas y experiencias pictóricas. Aunque reivindicaba la influencia de Arp y Tanguy se distinguía ya por un estilo muy personal. Creó numerosos dibujos y pinturas de carácter onírico y surrealista en los que generalmente aparecían representados paisajes imaginarios sobre una materia plana, lisa y rica en color. 

Su primera estancia en París llegó en 1952, ocasión que aprovechó para frecuentar al grupo de los surrealistas. No obstante, no tardó mucho en distanciarse de ellos junto con su amigo el pintor Simon Hantaï. En aquella época, tal y como hemos comentado previamente, empleaba la técnica del grattage. Fue a partir de 1956 cuando inició sus grandes series de pinturas, realizadas tanto sobre lienzo como sobre papel. 

En 1957 fundó en Madrid el grupo El Paso, que dirigiría hasta su disolución tres años después. Allí conoció a Michel Tapié y llevó a cabo su primera exposición individual en la galería de Rodolphe Stadler, en París, donde expondría de forma constante a lo largo de toda su vida. Stadler lo presentó a Otto van de Loo en Múnich, y a Pierre Matisse en Nueva York, quienes también se dedicaron a exponer su obra y a representarle. En esta etapa, Saura limitaba su paleta de colores a los negros, grises y marrones, consolidando un estilo propio e independiente de los movimientos y las tendencias de su generación. Es así como entra en los principales museos del mundo.

Retrato de Antonio Saura, por carlos Saura, Cuenca, 1994.

A partir de 1959 dedicaría muchos esfuerzos a generar una prolífica obra gráfica. De hecho, ilustró de manera original libros como Don Quijote, de Cervantes; Pinocho, en la adaptación de Nöstlinger; Tagebücher, de Kafka; o Tres visiones, de Quevedo, entre otros muchos. En 1967 se instaló definitivamente en París, implicándose decididamente en la oposición a la dictadura franquista y participando en numerosos debates y polémicas en los ámbitos de la política, la estética y la creación artística. 

Entre 1971 y 1979 abandonó la pintura sobre lienzo para dedicarse a la escritura, el dibujo y la pintura sobre papel. A partir de 1977 comenzó a publicar sus escritos y a realizar varias escenografías para el teatro, así como para el ballet y la ópera. Desde los años ochenta hasta su muerte, en 1998, retomó y desarrolló sin ambages el conjunto de sus temas y figuras.

De esta manera, Antonio Saura. Esencial repasa en la sede de València de la Fundación Bancaja el legado del artista en una exposición complementada por un catálogo que recoge la reproducción de las obras expuestas acompañadas de textos de los comisarios. Además, la Fundación Bancaja viene ofreciendo talleres didácticos gratuitos vinculados con la muestra y dirigidos a escolares, personas con diversidad funcional y personas en riesgo de exclusión social, así como visitas comentadas para público general de la mano de un especialista en arte y mediación cultural.

Antonio Saura. Esencial

Fundación Bancaja (Plaza Tetuán, 23. València)

Hasta el 28 de enero

One Reply to “Antonio Saura: entre el arte de pintar y el de escribir”

  1. Al Vanegas dice:

    Excelente reportaje sobre Antonio Saura

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