Máximo representante de la ideología tridentina en la pintura, devoto vecino de la cosmopolita Sevilla, rival de Velázquez en la admiración de los siglos, el pintor hispalense Bartolomé Esteban Murillo falleció en abril de 1682
Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1617-1682) fue un artista de enorme importancia para la historia del arte español y crucial a la hora de comprender el devenir de la pintura sevillana. A continuación, desvelaremos algunas de las claves que permitieron que alcanzara la fama en vida y consiguiera la unanimidad del gusto de la crítica y el público, hasta el punto de ser hoy considerado el pintor de Sevilla por excelencia.
Gracias a la partida de bautismo descubierta por Juan Agustín Ceán Bermúdez, sabemos que Murillo tomó su primer sacramento en la pila bautismal de la antigua parroquia de la Magdalena de Sevilla el 1 de enero de 1618, por lo que es muy posible que su nacimiento tuviera lugar en las jornadas inmediatamente anteriores. Sus padres fueron Gaspar Esteban, barbero-cirujano, y María Pérez Murillo, de familia relacionada con la práctica de la pintura. Vivía la pareja con trece hijos más en un arrendamiento situado junto al compás del antiguo convento de San Pablo el Real, posiblemente –como cree el profesor Enrique Valdivieso.
Murillo tuvo una niñez plácida en una familia extensa, tal y como era habitual en la época en que vivió. Sin embargo, su infancia se quebró pronto, al poco de cumplir los diez años de edad, ya que sus progenitores Gaspar Esteban, barbero-cirujano, y María Pérez Murillo, fallecieron en 1627 y 1628, respectivamente.
Entre 1628 y 1645, Murillo vivió tutelado por su hermana Ana, que contaba en ese momento con veintisiete años, y el marido de esta, Juan Agustín Lagares. Fue durante los años treinta, cerca de la veintena de edad, cuando Murillo comenzaría a formarse como pintor con el maestro Juan del Castillo (h. 1590-1657), un primo político suyo, al que conocemos un poco más gracias a las investigaciones de la profesora de la Universidad de Sevilla Lina Malo, fallecida recientemente y demasiado pronto.
Visita a la corte madrileña
Escritores dieciochescos como Antonio Palomino o Ceán Bermúdez especularon sobre una posible visita de Murillo a la corte madrileña en 1643 o 1645, pero las más recientes investigaciones dudan de esa temprana incursión y la retrasan hasta 1658, año en que nuestro artista se pondría en contacto con los veteranos pintores Zurbarán, Cano y Velázquez.
Sí está probado, sin embargo, que en esos años en que aún no se había dado a conocer para el gran público con la serie de pinturas que realizara para el llamado Claustro Chico del convento Casa Grande de San Francisco –con antelación a la terrible y generalizada epidemia de peste de 1649–, ingresó en las hermandades parroquiales que le correspondían por vecindad: la de gloria del Rosario de la Magdalena y la Sacramental del mismo templo, donde se casó, por cierto, en febrero de 1645, con Beatriz Cabrera, natural de Pilas, pero que llevaba años afincada en la misma colación que Murillo.
De la unión de Bartolomé y Beatriz nacieron varios retoños. Tan solo dos de estos hijos sobrevivieron a Murillo, circunstancia, de nuevo, perfectamente habitual en la Sevilla de entonces, encuadrada todavía en el modelo demográfico antiguo, de tan alta natalidad como mortalidad. Igual que era muy frecuente que pocos de los hijos consiguieran alcanzar la edad adulta, también lo era que las madres murieran de las complicaciones derivadas de los partos, algo que debió ocurrirle a su esposa en 1663, cuando falleció a los cuarenta y un años de edad.
Murillo, viudo, padre abnegado de hijos de delicada salud y profeso de órdenes religiosas, trabajador dedicado a la profesión de su arte, miembro de corporaciones gremiales y eclesiásticas, participante de las fiestas de la ciudad y fallecido en el ejercicio de su cometido, vivió las circunstancias normales que le proveyó la urbe donde vivió. Sin embargo, tras una vida de lo más ordinaria, se reunió una producción artística de todo punto extraordinaria que lo convirtió en el pintor de Sevilla.
Aprecio popular y oficial
Desde que pintara para la catedral de Sevilla en 1656, Murillo alcanzó su cénit artístico. Muy poco después vendría el reconocimiento oficial y el aprecio popular, traducido en encargos de grandes series para los Capuchinos y la Hermandad de la Santa Caridad de Miguel Mañara, o en el cometido del ornato para las fiestas capitulares de la reinauguración de Santa María la Blanca o de los nuevos cultos del venerable Contreras, Francisca Dorotea o Fernando III.
El dinero afluía no solo gracias a los encargos pictóricos, sino también a los alquileres de viviendas en la Magdalena o en Pilas, localidad donde llegó a apadrinar a un familiar de su esposa. Esta solvencia le permitía mantener simultáneamente hasta tres aprendices, ayudantes, dos criados y una esclava. De tanto prestigio gozaba que, tras el intento quizá infructuoso de fundar una Academia en la Lonja de Sevilla con Francisco Herrera el Mozo y Valdés Leal en 1660, abrió su propio taller para los pintores noveles que desearan el adelantamiento de sus principios.
A pesar de los sinsabores personales, sin embargo, fue tanta la autorrealización disfrutada en sus últimas décadas que, recibido el requerimiento regio para que se incorporara a la corte, pudo rechazarlo por no necesitarlo. Había ganado en función de la ley de la oferta y la demanda mantenida por los importantes comitentes más que el propio Velázquez con su salario de aposentador real, y eso sin salir de Sevilla.
La pintura de Murillo no solo gustaba por su extraordinaria calidad, por el aura que señala Benito Navarrete en su reciente investigación (Murillo y las metáforas de la imagen, Cátedra), por las infinitas posibilidades del colorido de su “estilo vaporoso” o por el detallismo del dibujo estudiado exhaustivamente por Manuela Mena. Era, sobre todo, su carácter compilatorio de la escuela histórica de pintura sevillana lo que lo hacía tan demandado.
Así, el coleccionista o marchante que lograra extraer de Sevilla alguna de las preciadas obras de Murillo, conseguía llevarse consigo un testimonio que representaba la idiosincrasia de la ciudad, una prueba tangible donde se habían fundido todos los temas, todos los géneros y todas las formas de su glorioso pasado, aquel que había hecho tan notable a la Monarquía Hispánica, ahora en franco retroceso y decadencia. Por esa razón, para un extranjero, atesorar pintura de Murillo en los siglos XIX y XX era algo así como acumular trofeos de la potencia caída, segmentos del áureo suceso.
Es por eso que, cuando muy pronto se gastaron las obras profanas y las religiosas que Murillo había ejecutado con dimensiones o propietarios inclinados a su venta, fue necesario encargar una pintura que se asemejara a la del maestro. Y, como consecuencia de todo eso, se creó un género nuevo de pintura: el costumbrismo, ya que, en tiempos del casticismo, Murillo había sido un perfecto traductor de la vida popular que era necesario rescatar para el deleite foráneo.
Razón frente a emoción
Gustó Murillo en todas las épocas. Su obra se adaptó y sirvió a los intereses de cada circunstancia histórica, ya que fue un perfecto pintor contrarreformista para sus coetáneos, un pintor filósofo para los ilustrados, un riguroso intérprete del realismo social para los románticos, la encarnación de los mejores valores españoles para el nacionalcatolicismo y un destacado reclamo turístico para los gestores democráticos de la actualidad.
A esta unanimidad solo había llegado con igual viveza Velázquez, pero una reciente muestra expositiva, comisariada por Gabriele Finaldi y que comparaba a los dos artistas sevillanos, dio como resultado que si Murillo no era mejor que aquel, sí llevaba más lejos al público a la hora de abordar los mismos temas. Algo que solo sucede al sustituir razón por emoción, práctica frecuente para el pueblo de Sevilla, el de hoy y el de épocas anteriores.
Extracto del artículo escrito por Álvaro CABEZAS GARCÍA en Descubrir el Arte nº 227.