Homosexual, marxista, actor exótico en el mundo underground neoyorquino de los ochenta y conocido por sus instalaciones, el creador cubano fallecido en 1996 fue generador de un minimalismo icónico marcado por su activismo cultural. Arco 2020 reivindica su figura en Es sólo cuestión de tiempo, un programa comisariado por Alejandro Cesarco, Mason Leaver-Yap y Manuel Segade
Dos relojes de cocina marcan la misma hora. Se exhiben juntos, casi pegados. Pasa el tiempo y los segunderos se van alejando, imperceptiblemente van perdiendo el ritmo simétrico debido a la pérdida de energía, el desajuste de la máquina y otros factores que son, en definitiva, la vida y la muerte. Es la obra Amantes perfectos (Perfect Lovers) de Félix González-Torres, una poesía visual, una celebración del luto por la pérdida del amor de su vida.
Un artista homosexual marxista nacido en Cuba, un actor exótico en la efervescencia underground neoyorquina de los años ochenta. En la gran ciudad todo llevaba a una estridencia que recuperaba la pintura y el gesto de Basquiat, así que su apego al silencio y la consigna inteligente representa una apertura mental difícil de entender hoy, veintitrés años después de su muerte. Félix González-Torres (Guáimaro, Cuba, 26 de noviembre de 1957-Miami, 9 de enero de 1996) es uno de los artistas referenciales de la última mitad del siglo. Conocido por su trabajo instalativo, fue generador de un minimalismo icónico marcado por un activismo cultural que hoy es imprescindible para entender el arte actual, si bien resulta complejo encuadrarlo en la creación gay partiendo de su propia incomodidad a la hora de dejarse encuadrar. Él decía que su trabajo hablaba del amor al hombre, si bien su homosexualidad marca la esencia de obras que muestran una poética esencial sobre tres ideas: amor, luto, muerte. Estudió en Puerto Rico, donde desarrolló su primer trabajo y una fuerte actitud colaborativa para pasar a Nueva York en 1979, participando en 1980 y 1983 en el Whitney Independent Study Program, un apartado formativo que decidió tanto a la profundidad teórica como al uso de la fotografía. En 1987 se incorporó al Grupo Material. Ya como profesor de la Universidad de Nueva York fue becado en Berlín. En este periodo crece una de las constantes de su obra, y es que esta no existe sin el público. El espectador/usuario de sus instalaciones siempre forma parte de piezas en las que el proceso es esencial, en las que el movimiento posibilita la idea, siendo este movimiento de distintas naturalezas.
Apogeo del sida
En 1983 comenzó una relación con el canadiense Ross Laycock. En el apogeo del SIDA, Ross se contagió. Fue el tiempo que vio desaparecer a Keith Haring o Robert Mapplethorpe, una época dolorosa que hoy cobra una dimensión histórica en las fotografías de Nan Goldin. Era un momento fatal, en el pico de expansión y el valle de soluciones médicas. El desenlace fue demasiado rápido, falleciendo en 1991 en Toronto. Su presencia fue permanente en los últimos años de vida de González-Torres, que acabaría falleciendo también víctima de SIDA cinco años después.
En el periodo 1991-96, Torres afrontó el reto descomunal de seguir viviendo después de perder al amor de su vida. Lo hizo trabajando para la audiencia de un único espectador, el difunto Ross. Son sus años más prolíficos, paradójicamente, ya que la enfermedad iba minando su salud y la melancolía era el enemigo a batir. Junto a sus grandes producciones instalativas desarrolla una muy personal vía comunicativa en sus “sábanas”, litografías o fotografías en offset que repartía en sus exposiciones de aquellos años. Bajo el título genérico Sin título se reunieron en 2019 en la galería T20 con la idea de presentar un recorrido completo desde Sin título (Himmler, Hate, Hole, Helms) de 1990, la conocida como Agua de 1991 o el conocido cartel elaborado en 1993 junto a Christopher Wool, The show is over, hasta el uso recurrente del azul en su gráfica, presente en litografías, rótulos e instalaciones. Son frecuentemente obras de luto ligadas a la serie Sin título (Retrato de Ross in L. A.), formada por una montaña de caramelos envueltos en celofán de distintos colores. El peso de los caramelos, 175 libras, era el de Ross. Cada espectador cogía uno y la obra, como Ross, iba perdiendo peso. Luego el espectador comía el caramelo y se planteaba la idea de la comunión cristiana, pero el final no era fúnebre, ya que el museo reponía los caramelos retornando la obra/Ross a su peso. Existía una salvación a través del arte. Finalmente, cada espectador llevaba a Ross en su interior, él vivía en cada persona que compartía la experiencia. La belleza de esta obra y la carga emotiva es desbordante. Existe un testimonio fotográfico muy emocionante en las imágenes tomadas por Carl George, amigo de la pareja, que, junto a las cartas de los tres, han sido donadas a la web visualaids.org. El visionado de esa web tal vez sea la forma más real de acercarse a la obra de un artista secretamente descomunal.
Nacho RUIZ