Tras un gran trabajo tanto de investigación como de restauración de sus obras, el Museo del Romanticismo de Madrid reivindica, en la primera monográfica dedicada a este artista fundamental en la escena artística de la primera mitad del siglo XIX, su papel como uno de los primeros introductores de la sensibilidad romántica de la pintura española. Hasta el 17 de marzo. Además invitamos a los lectores a participar en nuestro concurso, cuyo premio es una visita guiada por los comisarios.
Rafael Tegeo (Caravaca de la Cruz, 1798-Madrid, 1856), que se formó en Murcia, Madrid y Roma, fue un pintor crucial en la escena artística de la primera mitad del siglo XIX por su papel como uno de los primeros introductores de la sensibilidad romántica en la pintura española; sin embargo, poco después se su fallecimiento cayó en el olvido víctima de un cambio en el gusto de la época. Tras un gran trabajo tanto de investigación (hasta ahora era un artista mal estudiado) como de restauración de sus obras, el Museo del Romanticismo de Madrid restituye al pintor murciano entre los grandes maestros de la pintura del XIX. La exposición, comisariada por la directora del Museo del Romanticismo, Asunción Cardona, y el especialista en la pintura del XIX del Prado, Carlos G. Navarro, es además la muestra más ambiciosa que se ha realizado en esta pinacoteca (casi 30 obras), tanto “desde el punto de vista presupuestario como de investigación”, señala Cardona.
Una monográfica que surgió a raíz de la reciente adquisición por parte del Museo del Romanticismo de la Virgen del jilguero (1824-27), obra clave de la producción religiosa de Tegeo y una de las más depuradas de toda su trayectoria, que motivó el estudio del pintor por parte de la institución y de los dos comisarios y, en definitiva, su puesta en valor. De hecho, la muestra no solo ocupa la sala de las exposiciones temporales sino que está repartida por las distintas estancias de este palacete construido en 1776 por el arquitecto Manuel Rodríguez para propiciar el diálogo de las obras de Tegeo con otros artistas coetáneos como Vicente López o José Aparicio, su maestro.
Acompañados de los dos comisarios, iniciamos este recorrido en la planta baja, en la sala de las exposiciones temporales, donde una exquisita galería de retratos (género por el que fue más valorado) recibe al visitante. Al fondo de la sala, hay dos grandes cuadros de la que con el tiempo será su familia política; por un lado, Paula Bragaña Fernández con sus hijos (h.1820) (suegra y cuñados), y Pedro Benítez y su hija María de la Cruz (h. 1820, Museo del Prado), en el que podemos ver a su suegro acompañado de su joven hija (su futura esposa) junto a un piano, dos obras tempranas en las que ya están presentes algunos rasgos que van a distinguir a este pintor, como sus meticulosos paisajes, la expresividad de los rostros y la modernidad de sus retratos. Una modernidad que es evidente en detalles como el hecho de que un padre de familia se haga retratar junto a su hija y no con sus hijos, que no se haya ocultado el defecto en un ojo de la joven y, por consiguiente, la renuncia del pintor a la idealización, o la relación de afecto que se trasluce en el progenitor y que es una señal del comienzo de una sensibilidad romántica. En el caso del retrato de Paula Bragaña con su hijo mayor, Manuel, y el pequeño, José María, de nuevo vuelve aflorar ese afecto en el detalle en cómo la madre toma de la mano a su hijo pequeño y por el jilguero que porta el niño en su mano.
Como apunta Carlos G. Navarro, “su estilo está marcado por su estancia en Italia y, sobre todo, por la huella del florentino Pietro Benvenuti, algo muy interesante porque no puede haber modelos más exóticos en la tradición española que los de la gran corte napoleónica de Florencia, donde todos esos grandes aristócratas cultos y refinados no quieren hacerse retratar más que de una manera muy moderna y Benvenuti es quien hace esos modelos de modernidad”. A la vuelta de Italia (1826), Tegeo va a aplicar estos modelos del italiano a muchos de sus retratos, como en Dama con mantón rojo, donde el visitante puede apreciar la gran maestría de Tegeo en el tratamiento de las telas y texturas. Otro de los más interesantes que se pueden ver en esta sala, es un pequeño retrato de su mujer, María de la Cruz Benítez Bragaña (1827), que la presenta ya vestida como una mujer casada y de nuevo ante un piano en un interior muy suntuoso, lo que “nos lleva a pensar que ese matrimonio liberó económicamente a Tegeo y le permitió llevar una práctica de la pintura absolutamente independiente y que justificaría la irregularidad de su producción porque sabemos que hay años en los que Tegeo solo pintó un cuadro”, explica Navarro; esto nos habla de que “se reconoce a sí mismo como un gran pintor que debe vivir cómodamente gracias a la situación económica familiar”. Pero volviendo al retrato de su esposa, en esta obra aparece una ventana abierta que da a un campo, un jardín, y que con los años va a incorporar Federico de Madrazo, como en el retrato de Sabina Seupham Spalding (1846) del Museo del Prado, y otros muchos artistas que lo van a incorporar también al repertorio de “lo español”, pero “Tegeo es el primer importador de esos modelos”, añade Navarro.
También es un “moderno” por el uso de formatos pequeños, como en este retrato de su esposa o el de su hija, y que gozarán de gran popularidad en la época del romanticismo por su facilidad para transportar o para regalar a los parientes, es el caso del retrato de Los duques de San Fernando de Quiroga en un paisaje (h.1832). El duque fue expulsado por Fernando VII en la Década Ominosa, por firmar el Manifiesto de los Persas, y al que María Cristina llama para que ocupase un puesto importante en la nueva estructura liberal del Estado. A su llegada a España, Tegeo hace este gran retrato del duque como parte de su restitución en la Corte que los comisarios han localizado en una colección particular y del que el propio pintor va a hacer cuatro réplicas en formatos pequeños encargados por el duque para regalar a los parientes, en esta sala se puede ver una obra inédita de estas réplicas.
Y esto nos lleva al compromiso de Rafael Tegeo con el régimen liberal, constitucional, un hecho que va a marcar para siempre la trayectoria del pintor, hasta el punto de que a su vuelta de Roma, en plena Década Ominosa, tuvo que afrontar un juicio en la Real Academia de San Fernando que examinó exclusivamente los testimonios de su fidelidad al rey y “aunque el resultado le fue favorable, no alcanzaría honores de pintor de cámara, ni siquiera honorarios, durante el reinado de Fernando VII, a pesar de estar empleado en proyectos y decoraciones cortesanas y de ser un destacado miembro de la Academia”, explican los comisarios. Y casi ya al final de su vida, María Cristina, con motivo del matrimonio de Isabel II, le nombra pintor de cámara honorario, aunque no va a tener proximidad con la corte por ese compromiso político.
Da medida de ese compromiso político, el hecho de que Tegeo pasa a convertirse en el primer pintor con un cargo público electivo al ser nombrado concejal de Madrid (1836-41) como miembro del primer ayuntamiento constitucional de la era liberal y “sabemos por la prensa de la época que era muy activo recaudando fondos para luchar contra el carlismo, organizaba bailes de disfraces o cualquier cosa que se le puede ocurrir a un artista para conseguir dinero”.
Y es en ese contexto liberal donde aparecen nombres que poco a poco se van a convertir en clientes del pintor, como Jacinto Galaup y María del Pilar Ordeig (ambas obras, h. 1845), cuyos retratos han sido donados recientemente al Museo del Romanticismo, o Mariano Facundo Barrio García, que va a financiar algunos de los rescates de heridos de las guerras carlistas promovidos por Tegeo desde el ayuntamiento de la capital. El pintor realizó un retrato de dimensiones considerables de esta familia que posteriormente fue fraccionado en dos, La familia Barrio o Antonia Cabo, con su hermana y su hijo Mariano Barrio y el retrato de Mariano Facundo Barrio García (h. 1839, ambos en el Museo del Prado). En el primero, destaca la espontaneidad del niño rompiendo un abanico o el peinado de la madre que sigue la moda internacional pero adaptada al gusto madrileño. Además, a la derecha se puede percibir parte del codo del padre. Una familia que tuvo un fin muy trágico: fallecieron en un accidente en diligencia.
También es muy moderno el tratamiento que hace Tegeo en los retratos infantiles a lo largo de toda su producción porque plasma una etapa específica y no como un camino hacia la edad adulta. Uno de los más interesantes que se puede ver en esta galería de retratos, es el de su propia hija unigénita, Ángela Tegeo (h, 1833, Museo del Prado), que transmite gran naturalidad y ternura. “Este punto me interesa en particular porque Tegeo hace un testamento, el único documento donde da algunos datos de su vida, para nombrarla heredera universal, y entre los albaceas que nombra está una pareja de hombres que se compran juntos la Olma de Miraflores de la Sierra, esto da medida que las personas en las que confía plenamente no son el arquetipo tradicional, sino que el pintor vivía rodeado de comerciantes cuyos modelos de vida eran relativamente diferentes”, explica Navarro. Este es el primer retrato infantil que hace Tegeo y aunque está hecho con particular cuidado y mimo “se nota todavía que es una obra inmadura frente a los modelos infantiles de retratos consagrados que llega a hacer en el momento de esplendor de toda su trayectoria, donde con completa naturalidad mezcla todos los elementos que ha ido aprendiendo, sobre todo en la manera maestra de cómo incorpora el paisaje a la obra”, añade Navarro.
En este sentido, hay que destacar Niña sentada en un paisaje (1842, Museo del Prado), donde el pintor plasma una ventana que deja ver un paisaje, y que para los comisarios “va mucho más allá de los retratos de esa época, donde un paisaje es casi una mancha de verde modificada, aquí, en cambio, ese paisaje tiene una gran consistencia y además no distrae del relato de la representación de la niña, representada con todos los elementos que una jovencita desea ver en su propio retrato, como los pendientes muy llamativos”. En este retrato hay otro elemento que hay que resaltar, el tratamiento de las flores, un elemento que procede de la tradición del antiguo régimen en la representación de las niñas, que portan una flor en la mano para identificar el paso a la pubertad y, que en este caso, “Tegeo ya no lo utiliza como un elemento de iconografía tradicional sino que simplemente juega con esas flores; todos estos elementos, lo convierten en un artista de gran singularidad en el contexto de su tiempo”.
Visita a los salones
Fuera ya de la sala temporal, las obras de Tegeo se encuentran diseminadas por las habitaciones de este palacete para que el visitante se haga idea del contexto en que se crearon y en la manera en cómo se mostraban. El primer cuadro que nos vamos a encontrar es el Retrato de José María Benítez Bragaña (1832, Museo de Bellas Artes de Murcia), ese niño que sostenía el jilguero en el retrato se su familia política ha crecido y se ha convertido en un joven de gran presencia, con una postura que transmite aplomo, seguridad, vestido con gran suntuosidad, una especie de frac muy elegante y un chaleco de terciopelo con leontinas, todo es caro, todo demuestra la posición económica y social. Y donde destaca la preponderancia de un paisaje concreto a diferencia de los paisajes idealizados que se hacían en esa época en España. Un cuadro que tradicionalmente ha sido considerado como una obra maestra del género del retrato de la pintura española de los años treinta del siglo XIX y por eso los comisarios pensaron que “teníamos que individualizarlo y presentarlo por sí solo porque es una pieza de ‘caza mayor’, donde conviven con toda naturalidad las tradiciones españolas con una propuesta absolutamente moderna”. Esta obra se enfrenta a un grupo familiar de su maestro, José Aparicio, lo que propicia un diálogo entre dos obras principales del discípulo y el maestro y que invita a reflexionar sobre los dos momentos de esplendor de los dos pintores.
En la siguiente estancia, el visitante podrá contemplar una xilografía de Juan Fernández de Castilla (Biblioteca Nacional) de una pintura costumbrista de Tegeo que se halla en paradero desconocido, aunque tal y como lo aborda el pintor no es para nada una escena folklórica, lo que propone en su composición es una especie de logogrifo moral en el que el protagonista es un bandolero que está reflexionando sobre su propia condición “anómala” en la sociedad al ver la cabeza colgada de uno de sus correligionarios que ha sido ajusticiado.
La siguiente parada la haremos en una especie de oratorio donde se exhibe la pintura religiosa, entre ellas la Virgen del jilguero (1825-28), pintada en Italia bajo la influencia de Filippino Lippi en el tratamiento del cromatismo y las telas. En este caso, el jilguero representa el calvario de Cristo y el paisaje, aunque es una fabulación, corresponde al Lacio. Junto a esta obra devocional se puede ver una Inmaculada Concepción (Palacio de Aranjuez), que Tegeo presentó a la Academia a su vuelta de Roma y que recuerda a las de Murillo pero que también tiene ecos italianos: de Lippi y del Renacimiento florentino.
A pesar de sus ideas políticas, Fernando VII, que le había prometido que le ayudaría a su vuelta a España, le encarga el cuadro para el retablo principal del altar mayor del monasterio de San Jerónimo el Real, que tras la Guerra de la Independencia había quedado completamente desnudo. El pintor realiza una pintura que representa la última comunión de san Jerónimo, la que se puede ver esta capilla es la versión que el monarca aprobó antes de la realización final. Lo que destaca de esta pintura es el tratamiento distinto de la zona superior, colores más fríos, de la inferior, más verista, es decir, por un lado mezcla el clasicismo boloñés y dominiquino (la composición principal) con los modelos davinianos y el agrisamiento (pintado a grisalla y coloreado después), que Tegeo ha aprendido de José Aparicio.
La siguiente obra que el visitante se va a encontrar es el maravilloso Retrato de caballero (1837-43, Museo Ignacio Zuloaga, Castillo de Pedraza, Segovia), que está colocado en un salón de “señores bien” junto a un cuadro de Vicente López, dos artistas que a pesar de representar vías de creación y posiciones ideológicas muy diferentes se respetaban mutuamente y eran amigos. Este retrato de Tegeo no tiene nada de aparato ni fondo que distraiga, solo la expresividad del rostro concentrada en el gesto, es de un magnetismo absoluto, “un tipo que es capaz de mantener la mirada”, añaden los comisarios.
Y, por último, el visitante se adentrará en la pintura de historia y mitológica. Lo primero que se va a encontrar son dos cuadros inspirados en el relato de La Ilíada, de la que formaba parte otra obra de Aparicio, y que tienen cierto léxico daviniano. Fueron encargadas por el infante Sebastián Gabriel para decorar un vestidor donde también se exhibían reproducciones de armas que se describen en este libro. La siguiente parada es en Hércules y Anteo (1835-36, Real Academia de San Fernando, que la ha restaurado para la exposición), una pintura que Tegeo realiza para ser recibido en la Academia y en la que utiliza como modelo de referencia un cuadro de Pietro Benvenuti, la obra está llena de referencias a la pintura clásica y con una noción académica profunda que da argumento a la obra, de una gran contundencia pictórica, y donde lo anatómico casi se convierte escultórico, “cómo están descritos los músculos es sobrecogedor porque tienen casi más protagonismo que las expresiones, la torsión absolutamente asesina de Hércules, todo ello destila una fuerza y una vigencia increíble”, añaden Cardona y Navarro.
Y pone el broche final, una pintura de historia que Tegeo hace al final de su vida, Ibrahim-el Djerbi o el Moro Santo. Cuando en la tienda de la marquesa de Moya se intentó asesinar a los Reyes Católicos (Sitio de Málaga), 1850 (Colecciones Reales de Patrimonio Nacional, restaurada para la muestra por parte del Museo del Romanticismo). “En la primavera de 1847, los reyes Isabel II y Francisco de Asís sufrieron un atentado que causó un fuerte impacto a los soberanos y a toda la corte. El rey consorte encargó entonces este cuadro al ya pintor de cámara Tegeo en 1850, tomando como inspiración un episodio de la conquista de Málaga en el que el santón Ibrahim-el Djerbi ataca a Beatriz de Bobadilla y Álvaro de Portugal –a quien consigue herir– convencido de que se hallaba ante los Reyes Católicos. En el lienzo, el pintor dignifica y presenta al villano como héroe, en contra de las posiciones que preferían los pintores de la época. El cuadro, que anticipa los nuevos formatos que adquirirá la pintura de historia años antes de que se celebrara la primera Exposición Nacional de Bellas Artes, representó a España en la Exposición Universal de París de 1855”, explican los comisarios.
En definitiva, una exposición que bien merece una visita pausada.
Á.S.C.