Esta saga, con guión de Patrick Cothias y dibujo de André Juillard, puede considerarse todo un ciclo narrativo ambientado en la Francia del siglo XVII que trata sobre las peripecias de la familia Troïl que discurre en paralelo al delfín que será el futuro Luis XIII de Francia
Sirvan estas líneas de disculpa por el desdén con el que me referí a la colección de cómics de la Biblioteca Ángel González en una entrada anterior de esta bitácora. Al volver ahora la vista atrás y hacer recuento, he de admitir que van siendo numerosos los historietistas a los que he tenido acceso en dicho fondo. Así, además de leer algunas de las entregas posteriores al Blueberry publicado por Ediciones Junior –el sello del Grupo Grijalbo-Dargaud; Grijalbo-Mondadori, después, con el que aparecieron los álbumes con las treinta primeras aventuras del teniente que aún forman parte de mi tesoro historietista–, he descubierto en la Biblioteca a los Humanoides Asociados. Sobra recordar que Jean Giraud, uno de los fundadores del grupo, como el creador de Blueberry que también fue junto a Jean-Michael Charlier, ya me era harto conocido.
Sin embargo, no era ese el caso de Alejandro Jodorowsky, destacado humanoide de quien sólo sabía de su actividad cinematográfica. Ha sido merced al fondo de Ángel González –la “comicteca” que la llaman– donde he tenido acceso a El Incal (1980-88), las aventuras del detective John Difool creado por Jodorowsky y con dibujos de Moebius. Como es sabido, este último es el seudónimo de Giraud cuando hace ciencia ficción. Con todo, de la obra del psicomago –la psicomagia es otro de los talentos de Jodorowsky– me quedo con Bouncer (2001-2009), un western espléndido y brutal con dibujos de François Boucq, otro humanoide asociado.
De Milo Manara, también miembro del grupo, ya admiraba a sus chicas. Sin que ello sirva de menoscabo a la dulce Gwendoline, que diera a la estampa John Willie en los años cincuenta, de quien Manara es un reconocido deudo. Sin embargo, las del italiano son las mujeres más sensuales de la historieta del amado siglo XX. El clic (1983), la serie más conocida de Manara, la he leído en el fondo de Ángel González. Al igual que Verano indio (1986) y El gaucho (1991), dos melodramas históricos de Manara sobre guiones de Hugo Pratt. Este par de propuestas son mis favoritas de estos dos dibujantes ya que a mí –con perdón– no acaba de gustarme Corto Maltés, el personaje que se considera la obra maestra de Pratt.
Otro humanoide, el yugoslavo Enki Bilal, también me ha sido dado entre los préstamos de la biblioteca. Las falanges del orden negro (1979) y Partida de caza (1983), ambos con guiones de Pierre Christin, han sido los dos álbumes en los que le he descubierto. Si el primero me ha llamado la atención por su apego al pensamiento revolucionario de los años setenta, el segundo lo ha hecho por su denuncia del estalinismo.
Ese mismo clamor es el que guía algunas de las líneas argumentales de las aventuras de Max Fridman, el antiguo agente de la inteligencia francesa, que vuelve al trabajo en la convulsa Europa de los años treinta y tiene una hija que lee El Loto Azul (1934). El italiano Vittorio Giardino, el creador de Fridman, es uno de los máximos representantes de la Línea clara de los años ochenta. Para que nadie lo dude, rinde a Hergé el homenaje correspondiente en una de las primeras viñetas de ¡No pasarán! (1999). Aquella cuya escena nos muestra a la joven Fridman leyendo El Loto Azul mientras su padre recibe la visita que le devolverá a la España de la Guerra Civil. No podría precisar más, no sabría dar el detalle de la página. Es lo malo que tiene escribir sobre álbumes que no forman parte de mi tesoro.
Lo que sí sé perfectamente es que, para alguien como yo, que pretende ser un amante de la figuración narrativa –que llaman al cómic en las exposiciones que de un tiempo a esta parte han comenzado a dedicarle en el museo de El Prado– no haber leído hasta hace unas semanas a Giardino, uno de los autores canónicos de la Línea Clara de los años ochenta, es algo imperdonable. Pero es tanta mi devoción por los discípulos de Hergé –Jacobs, de Moor, Martin– que se ha convertido en una feliz monomanía. Empero me limita de cara al tebeo posterior.
Ese cómic precisamente es el que estoy descubriendo en el fondo de la biblioteca Ángel González, que visito con entusiasmo y regularidad para renovar el préstamo de seis álbumes al mes a los que da derecho el carnet de socio. Un pequeño placer que en la última ocasión me ha descubierto Las 7 vidas del Gavilán, mi lectura de este verano. Un goce que me ha devuelto a la relectura sistemática de las aventuras de Tintín, tras desayunar en la cama en los domingos de mis primeros años. Una dicha que se remite a la que me procuraban mis primeras lecturas, ya con la calidad de una liturgia, de tebeos. Apuntar que está muy por encima de la Historia de la filosofía occidental, el texto de Bertrand Russell que está siendo mi otra gran lectura de este verano, es quedarse corto.
André Juillard, su dibujante, ya me era conocido. Sus colaboraciones con Jacques Martin –Arno (1983-97)– y con Yves Sente en la prolongación de Blake y Mortimer habían llamado mi atención sobre él. De hecho, le considero uno de los historietistas fundamentales de la segunda generación de discípulos de Hergé, la posterior a ese triunvirato integrado por Jacobs, de Moor y Martin. Con todo, donde la obra de Juillard alcanza su cota más alta es en Las 7 vidas del Gavilán (1983-1991), una saga con guión de Patrick Cothias que, más que saga propiamente dicha, puede considerarse todo un ciclo narrativo.
Ambientado en la Francia del siglo XVII, está integrado por siete aventuras –La Blanca muerta, El tiempo de los perros, El árbol de mayo, Hyronimus, El maestro de los pájaros, La parte del Diablo y La marca del cóndor– que conocieron sus primeras ediciones españolas entre 1989 y 1992, mientras veían la luz las últimas entregas originales francesas. Sin embargo, ha sido ahora, en estas semanas, cuando al cabo he podido leerlas en mi último préstamo de la Biblioteca Ángel González. Lo sé, es algo imperdonable para alguien que se dice amante de la Línea clara puesto que Las 7 vidas del Gavilán, como El Incal en otro orden de cosas, constituye uno de los hitos indiscutibles del Noveno arte de las últimas décadas.
Dejando a un lado la vanagloria del experto, para la que si pretendiera serlo llegaría con casi treinta años de retraso, el integral de Las 7 vidas del Gavilán ha constituido una auténtica epifanía de mi experiencia como lector de tebeos. Su asunto nos propone la peripecia de Ariane de Troïl, hija adulterina del barón de Troïl, un aristócrata auvernés venido a menos. Aun así, con la fortuna suficiente como para desposar a una mujer enamorada de su hermano, la Blanche aludida en el título de la primera entrega, la madre de Ariane. Nacida Arianne en un bosque cubierto por la nieve, mientras su madre huía de su marido, la infeliz parturienta deja su vida en el alumbramiento tras desnudarse para abrigar a su hija con su vestido. Como si tanta desdicha sirviera de acicate del Diablo, el Maligno, una hechicera y un gavilán marcarán el destino de la familia Troïl, que discurre en paralelo al del delfín que será el futuro Luis XIII de Francia.
Las 7 vidas de Gavilán sería un cómic de espadachines si no estuviera trufado por la nigromancia y el más absoluto escepticismo. Pese a que en La historia en los cómics (Glenat, Barcelona, 1997), el interesantísimo estudio publicado por Sergi Vich en la Biblioteca Cuto que es uno de mis textos de referencia al respecto, no merece cita alguna, Las 7 vidas del Gavilán es también un cómic histórico. En las primeras entregas, Enrique IV es uno de sus protagonistas. Como también su segunda esposa, María de Medici. El rey traba amistad con Germain Grandpin. Puesto a dar cuenta de la camaradería que les une en tabernas y burdeles, Cothias nos descubre a un monarca crápula y sucio. Con cierto sentido de la justicia, sí. Pero, antes que nada, objeto del escepticismo del guionista. Tanto es así que se llega hasta lo escatológico. Algo impensable en Alejandro Dumas, acaso el modelo de todas estas ficciones.
Por su parte, la de Medici, despreciada por el rey y al corriente de sus devaneos, conspira “con sus italianos” contra los hugonotes, con los que Enrique IV, pese a haber abjurado de su fe, aún simpatiza. Las guerras de religión que asolaron Francia a finales del siglo anterior están recientes: Las 7 vidas del Gavilán –cuyo título evoca a Las 7 bolas de cristal (1943) de Hergé de forma inequívoca– comienza en 1601. Por sus páginas, en las que se reproduce la corte francesa anterior a Versalles con un primor digno del de la Roma de las aventuras de Alix o la Francia de las de Jhen, también circularán personajes históricos como el cardenal Richellieu e incluso clásicos de estas ficciones como los tres mosqueteros. En La parte del Diablo, llegado un lance de Grandpin con un traidor, será Porthos quien deje su tizona a Grandpin para darle al felón la última estocada.
En las primeras entregas, el principal hilo argumental, en lo que a la familia Troïl se refiere, es el de su rivalidad con su vecino: el conde Thibaud. Este miserable será la primera víctima de Máscara Roja, el Gavilán. Este justiciero enmascarado, según explica Cothias en los textos y cartas, que entre los bocetos de algunas viñetas sirven de introducción al volumen, es un personaje complementario a Masquerouge, un enmascarado también creado por Cothias y Juillard entre 1988 y 2004. Dado el entusiasmo con el que he descubierto el universo de capa y espada creado por estos dos historietistas, juro por estas líneas hacerme con la traducción española de las aventuras de Masquerouge apenas pueda.
El lo que a Las 7 vidas del Gavilán respecta, serían un divertimento delicioso, como una película de espadachines de André Hunebelle, Christian-Jaque o cualquier otro de los cultivadores de un género en el que la pantalla gala se ha prodigado con largueza. Pero, además del escepticismo, hay algo en la serie que la distancia de la ligereza de esas películas. No es tan evidente como la evolución del dibujo entre las primeras entregas y las últimas –parece ser que las aventuras de Tintín son las únicas con las viñetas homogenizadas en todos sus álbumes–, pero se palpa.
Para empezar, Ariane es un personaje tan sensual como la Nastasia de las entregas de Blake y Mortimer debidas a Yves Sente y Juillard. Especialmente, la Nastasia de El santuario de Gondwana (2008). La evolución de Ariane, desde su nacimiento el mismo día que el delfín hasta su aparente muerte, ya convertida en el nuevo justiciero que se oculta tras la máscara roja, nos lleva de una niña traviesa y decidida, como un niño echao pa’lante, a una mujer que acaba sojuzgando al hombre que la ultraja –el propio Grandpin–, a quien por cuestiones de honor convierte en su maestro de esgrima.
Desde que le ve por primera vez, mientras suelta a los pobres la clásica perorata sobre la injusticia subida al púlpito de la iglesia local, Ariane admira al enmascarado. Juega a ello con su hermano, Guillemont, lo que al muchacho acabará por costarle la vida. Ella misma, ya en París, terminará ocupando el lugar del justiciero, en liza con los conspiradores italianos del momento. Entre ellos no falta el propio rey.
Ese escepticismo al que me refiero tiene una de sus expresiones inequívocas en lo crítico que se muestra Cothias con los dos soberanos, Luis XIII encarcela al primer enmascarado durante largos años. Al salir, convertido en el Cóndor, dará muerte en un duelo al nuevo Máscara Roja. Ignora que quien ha ocupado su lugar es su propia hija: Ariane. Aunque se sabe, pese a que hay unas viñetas en que el justiciero le jura a su hermano que no es el padre de la joven, la confesión viene dada por una carta que el Cóndor manda a su hija, a la que no sabe que acaba de ensartar en el célebre duelo.
Javier MEMBA