Lucio Sobrino regresa a Medina del Campo

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El Museo de las Ferias de esta ciudad vallisoletana presenta al público parte de los fondos que la familia del pintor ha donado a esta fundación. Comisariada por el director del museo, Antonio Sánchez del Barrio, la exposición está compuesta por acuarelas, óleos, dibujos, fotografías y documentos. Hasta el 9 de septiembre

Medina del Campo es la tierra de origen de los padres de Lucio Sobrino, nacido en Madrid, y a partir de ahora será también donde se custodie una parte representativa de sus trabajos, incluyendo su actividad como copista en el museo del Prado, de la que se expone una copia formidable del velazqueño Bufón Calabacillas, que el museo ha escogido como pieza destacada. Acompañada de la edición de un catálogo y abierta hasta septiembre, esta exposición permitirá divulgar una obra que en vida del pintor fue merecedora de numerosos premios y que muestra a un artista completo, dedicado al paisaje y al retrato usando con excelencia todas las técnicas y, también, notable fotógrafo y reputado restaurador.

Bajo el título Lucio Sobrino (1925-2017), su obra y su legado, y comisariada por el director del Museo, Antonio Sánchez del Barrio, presenta al público una parte de los fondos donados por la familia del pintor a la Fundación del museo medinés, compuesta por acuarelas, óleos, dibujos, fotografías y documentos, aparte de muchos de los libros que conformaron su biblioteca. Una muestra que pone de relieve la “calidad de su obra pictórica, tanto como destacado acuarelista y dibujante, reconocido copista de obras maestras y, por otra parte, restaurador de pintura antigua, quizá su faceta menos conocida” en palabras de María Teresa López Martín, alcaldesa de Medina del Campo y presidenta de la Fundación Museo de las Ferias.

Sobre estas líneas, La Alcarria. Arriba, Marisma, acuarelas de Lucio Sobrino.

Al finalizar la Guerra Civil, Lucio Sobrino, tras superar el examen de ingreso, ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, estudios que tuvo que abandonar por la penuria económica, abandonar Madrid e ir a San Sebastián para trabajar en telégrafos. “Conoció así el mar y el ambiente norteño, su bruma y su melancolía, por los que sintió siempre un aprecio especial”, explican sus hijos, Miguel y Santiago, en el catálogo de la muestra. A finales de los años cuarenta regresa a Madrid y alterna su trabajo en la Administración con la asistencia a los “talleres de dibujo de figura del natural en el Círculo de Bellas Artes y de dibujo de estatua ante los vaciados del Casón del Buen Retiro (los mismos que hoy lucen en la vallisoletana Casa del Sol, enriqueciendo la colección del Museo Nacional de Escultura). De entonces data la amistad con otros artistas de su edad, como Antonio Zarco, Julio Quesada, Manuel Alcorlo (quien le hizo en 1952 un excelente retrato al óleo) o el escultor Antonio Villa, a los que se unirán más tarde Martín Escaned, Salvador Ceprián o el portugués Álvaro Perdigao”, explican Santiago y Miguel.

Hacia finales de los años cincuenta, Lucio Sobrino comenzó su labor de copista en el Museo de Prado, tarea que em­prendió como medio para llevar a cabo un “estudio profundo de los maestros; no como actividad comercial, aunque la mayoría de esos trabajos acabaron vendiéndose. Luis de Morales, Tintoretto, El Greco o Velázquez son algunos de los artistas que copió con recursos ajenos a la mera imitación habilidosa, mediante el análisis del proceso por el que una pintura llega a ser de una cierta manera, a ser construida en profundidad. Por su calidad como copista recibió algunos encargos oficiales, incluido algún lienzo que, solicitado por Patrimonio Nacional, cuelga en el Palacio Real de Madrid, así como un complejo desarrollo en plano, destinado a una sede del Banco Central de Ahorro Popular, de los frescos de Goya para la cúpula de San Antonio de la Florida”.

Burgos, acuarela de Lucio Sobrino.

Combinó esos estudios con la observación directa de la naturaleza y los rasgos del ser humano. El paisaje y el retrato son géneros que le apasionaban, y en los que logró la maestría. Es destacable en su obra paisajística el saber reflejar, con aparente facilidad, el carácter diverso de cada lugar, sus formas y texturas, su luz y sus colores. A. M. Campoy, en un artículo publicado el 12 de marzo de 1968 en el ABC, escribía que el pintor “concede a los paisajes más variados su luz y fisonomía propias”, fruto de la sensibilidad, la observación directa y el dominio técnico, en oposición a la común repetición artesanal de recetas y trucos que funcionan. Recorrió buena parte de la Península (incluido su querido Portugal) pintando en exteriores a la acuarela, solo o acompañado de amigos pintores, así como haciendo fotografías de paisajes, pueblos y gentes, que luego revelaba en su laboratorio. Habiendo tenido lugar muchos de estos viajes antes de la etapa del desarrollismo económico, que supuso la modifica­ción y destrucción de buena parte del patrimonio rural y urbano de España, sus fotografías y pinturas poseen hoy un valor documental añadido.

De los años sesenta data su formación como restaurador en el Instituto Central de Restauración de Obras de Arte, entonces recién abierto y alojado en el Museo de América de Madrid, donde se especializó en pintura de caballete y obtuvo el título en 1971. Allí fue compañero de promoción de Antonio Sánchez Barriga, a quien doblaba la edad. Su estudio estuvo primero en la avenida del Manzanares y después en la calle del Doctor Esquerdo, donde llevó a cabo trabajos, de gran dificultad técnica en muchos casos, que le granjearon notable prestigio en los círculos del colec­cionismo artístico. De esos trabajos –desde antiguas tablas flamencas a lienzos decimonónicos– se conserva una abundante y cuidadosa documentación, con informes y fotografías de cada proceso.

Atardecer, acuarela de Lucio Sobrino.

Sus inicios como restaurador coincidieron con la época de mayor proyección pública de su pintura: obtuvo nume­rosos premios nacionales y expuso sus obras en galerías de diversas ciudades españolas y portuguesas. Las últimas muestras que celebró pudieron verse en Madrid, en la Casa Vasca y en la sede de la Agrupación de Acuarelistas, esta última dedicada en exclusiva al retrato en acuarela. Su dominio en este difícil arte, donde no caben dudas ni correcciones, queda plasmado en el retrato que hizo de su madre en 1977, una obra que denota la maestría y la sensibilidad del pintor.

También fue prolífica su faceta como retratista al óleo, en la que recibió importantes encargos de particulares y de instituciones como el Colegio de Médicos y el de Notarios de Madrid. Otros trabajos de ese tipo fueron, en 1976, las representaciones de personajes históricos destinadas al Ateneo de San Juan de Puerto Rico, encargo del Ministerio de Asuntos Exteriores por el centenario de esa institución. Fue autor de otros lienzos de figuras históricas, encargados en ocasiones por sus descendientes, entre los que se cuentan los de Miguel de Unamuno o el almirante Churruca.

Retrato de Fabriciana Barrero Vega, madre de Lucio Sobrino, por Lucio Sobrino, 1977, acuarela, 90 x 68 cm.

Casi hasta el final de su vida Lucio mantuvo, sobre todo con la acuarela, el ejercicio de la pintura con modelo del natural y el paisaje al aire libre. Decía, bromeando con su salud y longevidad, que su medicina era la pintura. Y también una fuente inagotable de querencia por la vida y de entusiasmo por el valor incuestionable del arte, cosas que transmi­tió de diversas formas a sus hijos.

Los últimos meses de su vida, cuando ya hacía tres años del fallecimiento de su mujer, Lucio residió en un pueblo de la sierra madrileña, donde, con las fuerzas ya muy mermadas, aún llevó a cabo algún apunte y hasta un pequeño retrato a lápiz, consciente de que esos gestos eran los últimos. A veces salía también allí a dibujar los troncos nudosos de los fresnos. En las formas tortuosas de esos árboles él veía figuras, animales, escenas… con el verismo que da una imaginación largamente adiestrada, pero aposentada en una mente a la que le empezaba a costar discernir las cosas. Durante alguna tarde en que parecía estar ausente, recobraba sin embargo la viveza de espíritu viendo fotografías de sus cuadros, y empezaba entonces a recordar lugares y circunstancias con una precisión que dejaba a todos sorpren­didos.

Castilla ancestral, por Lucio Sobrino, óleo sobre lienzo, 90,5 x 110 cm.

No por casualidad, las cenizas de Lucio reposan al pie de un pequeño olmo en el Camino del Asombro, junto al Parral y frente a San Esteban, la Catedral y el Alcázar, ante esa Segovia que de chaval lo vio casi morir. Y, después, revivir para el arte.

Extracto del texto del catálogo de Miguel y Santiago Sobrino.

Sin título (pueblo blanco con perro), por Lucio Sobrino, óleo sobre lienzo, 77,5 x 98 cm.

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