En 2017 se cumplen trescientos años de la muerte de la entomóloga alemana, una mujer verdaderamente única en su tiempo, que dejó una impronta científica y artística admirable, tanto por su rigor como por la belleza de las imágenes que creó
La labor que Maria Sibylla Merian desarrolló a lo largo de su vida aunó dos facetas esenciales, el interés por la naturaleza desde el punto de vista científico y un enorme talento como pintora y dibujante, cuyo resultado fue un magnífico legado artístico y de conocimiento que sentó los fundamentos de la entomología moderna.
Nacida en Fráncfort en 1647, su padre, Matthäus Merian fue un notable grabador, que murió cuando ella tenía tan solo tres años. Casualmente, el segundo esposo de su madre, Johanna Sibylla Heim, era también artista, el pintor Jacob Marrel, que fue quien inició a Maria Sybilla en el mundo de la creación artística. Como curiosidad, hay que destacar que en aquella época, por una sorprendente regulación, las mujeres tenían probibido en muchas ciudades alemanas adquirir pinturas al óleo, por lo que Maria Sybilla aprendió a pintar utilizando únicamente acuarela y gouache.
Desde adolescente mostró interés por la naturaleza, particularmente las flores y los insectos que vivían en ellas, realizando sobre este tema sus primeras pinturas, que revelaron su gran talento artístico y, sobre todo, su extraordinaria capacidad de observación. Estos primeros trabajos los agrupó en el que fue su primer libro, Neues Blumenbuch (Nuevo libro de flores), publicado en tres volúmenes a partir de 1675.
Pero, sobre todo, Maria Sybilla se sintió fascinada por la metamorfosis de la oruga en crisálida y, de esta, en mariposa, que documentó de forma precisa en el que fue su siguiente libro, Der Raupen wunderbare Verwandlung (La oruga y su maravillosa transformación), de 1679. Algunos autores han querido ver en esta fascinación una lectura religiosa –Maria Sybilla era una devota y ferviente luterana–, según la cual, para ella, la metamorfosis de la oruga sería una metáfora de la existencia humana, en el sentido que su conversión final en mariposa representaría el momento en el cual el alma asciende a su encuentro con Dios.
Sea o no esto cierto, lo que sí podemos afirmar con certeza es que fue la primera persona que, siguiendo un método científico, constató empíricamente que los insectos nacen de huevos y no surgen como resultado de la generación espontánea, como se creía ampliamente hasta ese momento, corroborando así con material gráfico y documental la tesis formulada en este sentido por Francesco Redi en 1668.
Casada desde 1665 con el pintor Johann Andreas Graff, en 1685 se separó de él para vivir, con sus dos hijas, Johanna y Dorothea, en la comuna que los labadistas –una corriente protestante espiritualista y defensora de la vida comunitaria– habían fundado en la localidad holandesa de Wieuwerd. En 1690, una epidemia de peste diezmó severamente la comunidad, y Maria Sybilla se trasladó a Ámsterdam, donde abrió un taller de pintura y grabado, en el que también se formaron y trabajaron sus hijas.
Durante su estancia en Ámsterdam conoció a notables personajes de la ciudad y a otros naturalistas, a través de quienes pudo estudiar algunas colecciones de insectos originarios de Surinam, y, en 1699, con cincuenta y dos años, decidió emprender un viaje científico a la colonia holandesa, donde realizó notables investigaciones sobre su fauna y su flora.
Con el material recopilado en los dos años que duró su estancia en territorio americano, publicó en 1705 Metamorphosis Insectorum Surinamensium, su obra magna, en la que propuso una clasificación de los insectos tropicales que a día de hoy todavía mantiene su validez, y que ilustró con acuarelas y grabados que son verdaderas obras de arte por su calidad técnica y compositiva. Actualmente se conservan unos sesenta ejemplares de este libro en todo el mundo, entre los que destacan los dos que adquirió el zar Pedro I el Grande cuando visitó los Países Bajos en 1716 –poco antes de que Maria Sybilla muriera, en 1717–, y que hoy se encuentran en el Museo del Ermitage de San Petersburgo.
Francesc FABRÉS SABURIT