El Museo del Prado acoge una exposición excepcional sobre Ingres. La calidad de las obras que reúne permite reconocer en este maestro del siglo XIX al gran renovador del clasicismo europeo e impulsor de la vanguardia. Retratista excepcional (a veces a su pesar) y espléndido colorista, su influjo ha sido determinante en la pintura del siglo XX. La muestra puede visitarse desde el 24 de noviembre hasta el 27 de marzo
Jean Auguste-Dominique Ingres (1780-1867) miró hacia el pasado con espíritu renovador y fue un creador de gran originalidad. Frente a la frialdad y el carácter estático de los pintores académicos, Ingres era apasionado y un clásico que se acercó a las corrientes de su época (romanticismo, clasicismo, realismo) con un lenguaje muy personal, que dificulta las clasificaciones, no siempre entendido en su época, y muy influenciado por su profunda admiración hacia Rafael.
La sensualidad, la línea curva, su forma de acercarse a los motivos históricos…, hacen de Ingres un pintor clave, merecedor de una exposición como la que ahora le dedica el Museo del Prado y para la que ha sido fundamental la colaboración de los museos del Louvre y el Ingres de Montauban, tanto por el préstamo de obras importantísimas como por, en el caso del Louvre, participar en el comisariado con su director de Medios y Programación Cultural, Vincent Pomarède, que ha trabajado con Carlos G. Navarro (Área de Conservación de Pintura del siglo XIX del Museo del Prado).
En Descubrir el Arte hemos contado con la colaboración de Carlos G. Navarro para el dossier dedicado a Ingres que publicamos en nuestro número 202 y en el que también participan Luis Reyes, Juan Ignacio Samperio y Marie-Claire Uberquoi, que analizan y valoran distintos aspectos del maestro francés. A partir de esta semana la revista estará disponible en los quioscos, en nuestra web y en quiosco.arte.orbyt.es
La muestra sigue un orden cronológico y tiene como eje articulador el retrato, el género por el que Ingres tuvo mayor reconocimiento. El pintor francés recibía continuamente, y a veces a su pesar, encargos de este tipo de la burguesía. La minuciosidad en los detalles, pero sobre todo el reflejo de la actitud del personaje justifican su fama. De los muros de las salas del Prado cuelgan magníficos ejemplos como La señora Riviére, expresivo de la sensualidad de los lienzos de Ingres; Napoleón I en su trono imperial, una representación del poder cargada de referencias a la cultura antigua y medieval fuertemente criticada en su época y rechaza por exagerada y gótica; o el retrato de Louis-François Bertin, conocido como El señor Bertin, un cuadro de un sencillo y económico realismo que atrapa el espectador a través de esa mirada y del gesto de las manos sobre los muslos. Frente a esta pintura, uno queda hechizado por encontrarse ante «un retrato de carne y hueso, un retrato que anda y que habla» como publicó en su día la revista L’Artiste.
La faceta de retratista es la más conocida, pero precisamente esta exposición y el magnífico catálogo que la acompaña insisten en la lucha de Ingres por imponerse en el género de la pintura de Historia en el que el pintor francés hace suyo el estilo troubadour. También se adentró en el género religioso donde, como hacía en cada tema que tocaba, buscó una renovación, no siempre entendida pero que cuajó en una escuela capaz de presentar una alternativa al nazarenismo. En sus obras religiosas creaba un nexo entre historia y religión, hay muestras de su admiración por Rafael y complejas composiciones de abstracción espiritual. En obras como Juana de Arco en la coronación de Carlos VII en la catedral de Reims llama la atención también otro de los rasgos que Pomaréde subraya: el papel de Ingres como gran colorista.
Ese afán renovador citado es evidente en sus desnudos, masculinos y femeninos. La exposición del Prado acoge dos de sus obras más famosas: La gran odalisca y El baño turco. La primera, que fue criticada e incluso rechazada, muestra una tremenda sensualidad con un ideal de belleza que para Ingres tenía que ver con el modelado redondo. Merece la pena atender a la descripción del catálogo de la exposición de esta obra que sitúa entre el orientalismo y el manierismo: «Lejos de obedecer los preceptos de alguna pureza ideal, Ingres juega con la rareza anatómica, con llamadas carnales voluntariamente agresivas, y con la presencia tenaz de un ámbito externo pulcro para zarandear las conveniencias».
El baño turco, por su parte, se sitúa en la sección Suntuosa desnudez y viene acompañado por algunos de los estudios que el pintor francés realizó para su gran obra y que reflejan su maestría en el dibujo (el visitante a la exposición lo habrá podido comprobar en las salas anteriores). De esta obra Vincent Pomarède destaca el ritmo pictórico creado con la línea curva y la luz. Comentaba el comisario en la presentación de la exposición que en El baño turco confluyen la destrucción y la reconstrucción de la forma, y que el pintor presentó con este óleo un tipo de abstracción. En él se fijó Picasso en 1905. Las señoritas de Avignon son una prueba (no la única que existe) del influjo que el francés ejerció sobre el pintor malagueño. Precisamente en la relación entre Ingres y la pintura española se detuvo en la presentación de la exposición Carlos G. Navarro. El comisario del Prado confirmó que el caso de Picasso es el mayor acicate del impulso de Ingres sobre nuestro arte, pero recordó otros, como que Sorolla admiraba al Ingres dibujante o el vínculo que tuvo con José y Federico de Madrazo. Si miramos también más allá de nuestras fronteras buscando la huella de Ingres, nombres como Man Ray o Matisse justifican que Miguel Zugaza, director del Museo del Prado, presentara a Ingres como el impulsor de las vanguardias.
Nos despedimos con un dibujo que reivindica su genialidad en este lenguaje y recomendando no solo la visita a la exposición, sino también la lectura del ambicioso dossier que en Descubrir el Arte 202 publicamos sobre el maestro francés. Para abrir boca, reproducimos aquí el comentario que Carlos G. Navarro realiza en nuestra revista sobre El baño turco y el relato que inspiró al pintor a la hora de emprender esta obra.
«Excitado por el relato de Lady Montagu, una viajera inglesa del siglo XVIII que pudo contemplar el ritual del baño en un hammam de mujeres turcas y alabó la perfección y el delicioso aseo de sus cuerpos, Ingres terminó a los ochenta y dos años una de las pinturas más influyentes de toda su obra. Celebración de la línea curva y de su amor por la repetición perfeccionista, el pintor muestra todavía el poder de fascinación que ejerció sobre él la mujer considerada como objeto de superior belleza. La suntuosidad de la obra, así como su sentido contemplativo, revelan los aspectos más maduros de su propio lenguaje artístico». Carlos G. Navarro
«Hace tres días estuve en el más espléndido de la ciudad y tuve ocasión de ver el recibimiento de una novia turca y todas las ceremonias empleadas en esa ocasión, lo cual me hizo recordar el epitalamio de Helena escrito por Teócrito […] Creo que ese día había al menos doscientas mujeres. Las que estaban o habían estado casadas, se distribuían alrededor de la estancia en los sofás de mármol, pero a las vírgenes se las despojaba rápidamente de sus ropas y aparecían sin más ornamento o abrigo que su propio cabello largo, trenzado con perlas o cintas. […] No es fácil referirle la belleza de esta vista, la mayoría de ellas eran bien proporcionadas y de piel blanca, todas ellas perfectamente suaves y limpias por el uso frecuente del baño». Lady Mary Wortley Montagu, Constantinopla, 1718
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