Conocido como «El españoleto», Ribera se encuadra entre el grupo de artistas barrocos que fraguaron los planteamientos tenebristas, naturalistas, tan característicos del arte del siglo XVII. El pasado 2 de septiembre se cumplieron tres siglos y medio desde su muerte en 1652. Una lejanía temporal, que juega en contra de todos aquellos historiadores del arte que buscan respuesta a sus interpretaciones en algún resquicio de documento que haya sobrevivido
Las pasiones del alma junto a la devoción fueron los leitmotiv por excelencia en las representaciones y lecturas del arte del Barroco. La luz, la sombra, el gesto, las expresiones de dolor o de sufrimiento estaban a la orden del día en las composiciones. Por esto mismo sucede, que cuando se contempla una pintura tenebrista, si el autor no ha sido identificado, la cascada de nombres de posibles puede ser infinita. Sin embargo, si algo tienen a favor los expertos, es que el dominio de la pincelada de pintores como Caravaggio y Ribera dan como resultado una calidad incomparable con otros; por lo que a la hora de descartar, el círculo de artistas se reduce bastante.
Precisamente, en este sentido de percibir una calidad superior en la pintura, es por el que se ha guiado una de las últimas propuestas venida de la mano del experto en Ribera, Gianni Papi. Este mismo en el 2002 retomó su hipótesis de adjudicar al español la famosa obra del Juicio de Salomón (conservada hoy en la Gallería Borghese de Roma), y hasta ese momento anónima. Los estudios comparativos entre el maestro de esta pintura y las piezas sí reconocidas de Ribera, no sólo responden a unas características semejantes en estilo y técnica, sino a una coherencia dentro de la evolución de su trayectoria.
Durante sus investigaciones, Papi topó además con el inventario de bienes de Giovan FrancescoCussido, hijo del zaragozano Pedro Cossida, en el que encontró citados cuadros de la serie de los Sentidos y una Resurrección de Lázaro (comprada por el Prado en el 2001), que estaban adjudicados al mismo artista que al Juicio de Salomon. Además sumó aquellas referencias a las que hizo Giulo Mancini, medico papal, sobre un encargo a «un español» de una serie de los Sentidos y otras obras.
Fuera como fuese, ha sido a partir de estas aportaciones e hipótesis de Papi, que la obra de Ribera se ha multiplicado exponencialmente: de apenas nueve pinturas reconocidas, a hoy en día concederle la autoría de unas cincuenta y seis obras.
Pero quizás el avance más notable no se trata de haber identificado al autor en unas obras, sino de haberse sumergido en la que sería su temprana etapa de formación, muy desconocida y muy poco estudiada hasta entonces. Se tienen noticias de que el «españoleto» viajó a Parma en torno a 1610-1611, por lo que los expertos barajan la posibilidad de que cinco, seis años antes, hubiera estado en Roma y coincidido con Caravaggio, ya el gran tenebrista viviendo sus últimos años de vida.
Aprendería del gran maestro porque es indudable la raigambre caravaggiesca que denotan las pinturas de Ribera, pero también hay un aspecto que no se nos puede pasar desapercibido: y es que a pesar de la carga emocional que reclaman las escenas representadas, hay una contención y una reflexión detrás de las pinceladas por controlar la desmesura pasional, y hacer efectiva la lectura de la imagen. No es tanto un raciocinio de la composición, tal y como se entiende esta idea, si no de llegar directamente al espectador sin que ningún elemento irreverente le distraiga. Por ello, la capacidad de sintetizar, de contar, de llegar mediante una técnica y calidad brillante, son sólo habilidades de aquellos autores a los que se puede «oler» aún en cuadros anónimos.
Para más información de los lectores, en el número 146 se dedica una amplío artírculo sobre Ribera, escrito por José Riello, con motivo de la exposición «El joven Ribera» que dedicó al artista el Museo del Prado en el 2011. Este ejemplar se puede adquirir en tienda o en orbyt.